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Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
Moscú.- Hay una nave perdida al final del universo. La mandaron hace sesenta y seis años con la misión de llegar más lejos que nadie, de demostrar que se podía. Ahora flota en la oscuridad, con las luces de emergencia parpadeando, y el combustible se agotó hace tanto que los niños de a bordo creen que el motor es un mito.
Los mandos no saben qué hacer, pero tampoco lo admiten. Se sientan en la cabina y miran pantallas que muestran solo estrellas muertas y un silencio infinito. Dicen que están buscando una solución, pero en realidad esperan un milagro que no llega.
La gente, la tripulación común, empieza a notar que el aire huele a encierro y a miedo. Los alimentos escasean, el agua sabe a óxido, y cada vez hay más gente enferma. No es una enfermedad con nombre, es una tristeza que se te mete en los huesos y no sale.
La gente se sienta en los pasillos y mira por las ventanas hacia la nada, preguntándose si alguien, en algún lugar, los recuerda. Algunos empiezan a creer que es mejor lanzarse al vacío que seguir respirando este aire viciado de promesas rotas.
Los que mandan siguen dando discursos. Hablan de la grandeza de la misión, del honor de estar donde nadie más ha llegado, de que el regreso está cerca. Pero en sus ojos se ve el pánico. No saben arreglar la nave, no saben calcular una ruta de vuelta, no saben ni siquiera consolar a un niño que llora de hambre. Se aferran a los manuales viejos, a las consignas de la Tierra, como si las palabras pudieran llenar el depósito o curar la desesperanza.
Y entonces llega el momento en que alguien, un día, abre una escotilla y se lanza. No lo hace con rabia, sino con una paz terrible. Prefiere el silencio del espacio al ruido de la derrota. Otros lo siguen. No son muchos, pero bastan para que en la nave se extienda un rumor: fuera puede que no haya salvación, pero dentro ya no la hay. Es la elección entre dos muertes, y al menos una te hace sentir libre por unos segundos.
Los que se quedan miran cómo flotan los cuerpos en el vacío, alejándose lentamente, como semillas en un río negro. Y piensan: quizás ellos son los valientes. O quizás somos nosotros, los que aguantamos, los que creemos que alguien vendrá a rescatarnos, aunque no haya ninguna señal en el radar, aunque el universo entero parezca haberse olvidado de esta nave.
Al final, la nave sigue flotando. No avanza, no retrocede. Es una tumba fría que viaja sin rumbo, con los que mandan repitiendo que todo está bajo control y los que sobreviven buscando en los ojos del otro un poco de coraje para no abrir la siguiente escotilla. Y allá afuera, en la Tierra, alguien debería recordar que una vez lanzaron una misión al infinito y la dejaron morir en el olvido. Pero a lo mejor allí tampoco queda ya nadie.