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La muerte a cucharadas

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Por Max Astudillo ()

La Habana.- El régimen cubano, ese que se gasta los dólares en pintar fachadas y en discursos interminables sobre la dignidad, tiene un método infalible para los que no se doblegan: la burocracia de la muerte.

El Tribunal Provincial Popular de Mayabeque, que de popular no tiene nada salvo la miseria que reparte, ha dicho que no. Que Nadir Martín Perdomo se quede donde está, que se termine de morir en una celda, que su cuerpo es ahora mismo el documento oficial donde el castrismo escribe su única verdad: la de la venganza.

Denegaron la licencia extrapenal, denegaron la libertad condicional. Le denegaron, en resumen, la vida. Porque a un muerto no se le concede nada.

Nadir pesa 115 libras. Uno lee eso y piensa en un adolescente, en un jockey, en todo menos en un hombre adulto que un día salió a la calle a pedir lo que tú y yo estamos haciendo ahora: respirar sin miedo. Pero ya no digiere la comida, su cuerpo ha dicho basta, se ha convertido en una protesta muda que rechaza hasta el alimento como acto último de dignidad.

Lo que le ocurre no es una enfermedad fortuita; es el diagnóstico exacto de una tortura premeditada. Es el genocidio del artículo 6 hecho puré y servido diariamente en el plato de un preso político.

No es cárcel, es exterminio

Dicen los manuales que lo de Auschwitz fue otra cosa, que no se puede comparar, que es un insulto a la memoria. Pero vayan y díganle a la familia de Nadir, a su madre Marta, que el método es distinto cuando el resultado es el mismo: la aniquilación.

Allá eran cámaras de gas y hornos crematorios; aquí es una celda, una negligencia médica calculada, una dieta de hambre y una sentencia que te va desguazando por partes. La crueldad no necesita uniforme ni esvástica; le basta con una chaqueta de funcionario judicial y una estampilla que dice «DENEGADO».

El hermano, Jorge, también encerrado. La familia, destrozada. La hija de Nadir, esa niña de la foto que sostiene la mano del Secretario de Estado de EE.UU., es el retrato de lo que le robaron. Su sonrisa es la acusación que más duele.

Mientras, los tribunales, esos que no son más que el brazo ejecutor de la dictadura, cumplen la orden: ensañamiento. Cumple con todos los requisitos para la libertad, pero su delito no prescribe. Su delito fue querer ser libre, y por eso la condena no es de cárcel, es de exterminio.

El régimen se burla

Lo han llevado a la CIDH, a la ONU, a todos los organismos que suenan importantes en siglas. Y el régimen, experto en mangonear informes y en vender humo a observadores internacionales, sigue impune.

El régimen sabe que el mundo tiene la memoria corta y que la geopolítica es un tablero donde un preso que se muere de hambre – o por problemas del estómago- en una isla es una ficha de poco valor. Su vida pesa 115 libras, que en el mercado de las complicidades internacionales no cotizan nada.

Al final, todo es más simple y más horrible de lo que parece. Se trata de un hombre que se desvanece. De un nombre, Nadir, que en árabe significa «poco común» o «raro». Es lo único que el estado cubano le ha concedido: una rareza macabra, la de ser un hombre convertido en espectro por el delito de existir y pedir algo que no fuera ellos.

Su vida -la de Nadir- pende de un hilo, y en La Habana, donde siempre hay un general condecorado por la soberanía nacional, hay alguien que, con solo firmar un papel, podría cortarlo. Prefieren no mancharse de tinta.

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