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Por Luis Alberto Ramírez ()
La permanencia en el poder de las dictaduras de izquierda suele sustentarse en un discurso de liberación y justicia social, pero en la práctica muchas de ellas derivan en regímenes despóticos que consolidan el poder en una élite cada vez más reducida.
Corea del Norte es el ejemplo más extremo: una dinastía comunista con tres generaciones de la familia Kim en el poder, donde la ideología ha sido reemplazada por un culto a la personalidad. Cuba, Venezuela y Nicaragua siguen trayectorias similares, aunque con particularidades propias.
En Cuba, el castrismo ha evolucionado de revolución a monopolio familiar del poder. La reforma constitucional que eliminó el límite de edad para postularse a la presidencia, anunciada repentinamente, despierta sospechas fundadas.
¿Por qué justo ahora, cuando Alejandro Castro Espín, hijo de Raúl Castro, se acerca a los sesenta años, se flexibiliza esa barrera? El cambio parece menos motivado por principios democráticos que por conveniencias dinásticas, como si se estuviera preparando el terreno para perpetuar la influencia del clan Castro, aunque sea entre bambalinas.
En Venezuela, el chavismo también mutó hacia una estructura autoritaria donde el poder se reparte entre familiares, leales y cúpulas militares. Nicaragua, bajo Ortega, repite la lógica del poder hereditario, colocando a su esposa como vicepresidenta y controlando todos los resortes institucionales.
Lo que estas dictaduras tienen en común es que comienzan invocando al «pueblo» y terminan sirviéndose del pueblo.
El socialismo de estos regímenes ya no es un proyecto político, sino un pretexto para la eternización de pequeños grupos familiares en el poder. En nombre del pueblo, silencian al pueblo. En nombre de la igualdad, reproducen los peores vicios monárquicos.
Lo que antes se hacía con coronas, hoy se hace con constituciones amañadas. Una monarquía socialista con la bendición de la izquierda internacional.