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Por Luis Alberto Ramirez ()

El verdadero socialismo del siglo XXI no es el que se predica en los manuales marxistas ni el que se vende en discursos románticos sobre la igualdad. El “socialismo real” que ha sobrevivido al colapso del bloque soviético es, en esencia, un sistema político que se sostiene mediante métodos comunistas, control absoluto del poder, censura, partido único, vigilancia ideológica, pero que adopta mecanismos capitalistas cuando estos se vuelven imprescindibles para su propia supervivencia. Es una monarquía peculiar donde el monarca no es un rey heredado por sangre, sino un partido heredado por obediencia.

China es el modelo más evidente de esta fórmula híbrida. Su apertura económica no fue un acto de modernización altruista ni un paso hacia la libertad individual, sino una estrategia cuidadosamente calculada para fortalecer al Partido Comunista Chino.

Bajo el disfraz del “socialismo con características chinas”, Beijing ha construido una potencia económica apoyándose en la iniciativa privada, la inversión extranjera y una integración profunda en los mercados globales. Mientras tanto, la maquinaria política continúa operando con la lógica comunista clásica: ausencia de elecciones libres, control total de los medios, represión selectiva y una red de vigilancia tecnológica sin precedentes.

Otros se abrieron al mercado, Cuba no

El capitalismo chino no democratiza: consolida. Gracias a la riqueza generada, el Partido puede expandir su influencia global mediante la Nueva Ruta de la Seda, financiar gobiernos aliados, adquirir infraestructura estratégica en otros países y proyectarse como una superpotencia emergente. El capital se vuelve herramienta, no fin; y el Partido, beneficiario absoluto.

Vietnam siguió el mismo patrón. Tras décadas de estancamiento económico bajo el modelo centralizado, adoptó reformas de mercado que permitieron un crecimiento notable. Sin embargo, al igual que en China, estas reformas jamás pusieron en riesgo la hegemonía política del Partido Comunista.

El país se abrió al capitalismo, pero cerró filas en materia de control ideológico: represión de disidentes, censura sistemática y un aparato de seguridad que actúa sin contrapesos. El desarrollo económico funciona como lubricante social: mientras la población mejora sus condiciones materiales, el partido refuerza su legitimidad autoritaria.

En contraste, Corea del Norte y Cuba representan la otra cara del experimento socialista contemporáneo: el miedo paralizante a cualquier apertura que pueda desestabilizar la monarquía partidista.

La apertura económica rompería el poder del Estado

Corea del Norte vive bajo el feudalismo comunista más extremo. La dinastía Kim gobierna con una mezcla de doctrina juche, represión feroz y aislamiento absoluto. Para Pyongyang, el capitalismo no es una herramienta, sino una amenaza existencial que podría derrumbar el culto al líder.

Cuba ha coqueteado superficialmente con el capital, pero nunca se ha atrevido a liberarlo lo suficiente como para generar desarrollo real. La razón es simple: una apertura económica efectiva redistribuiría poder social, crearía actores independientes del Estado y rompería la dependencia absoluta del ciudadano hacia el Partido Comunista. La élite cubana lo sabe y por eso solo permite migajas de “reformas” que no cambien la estructura jerárquica del sistema.

Mientras China y Vietnam asumieron el riesgo controlado de abrir la economía para salvar al partido, Cuba y Corea del Norte prefirieron preservar el dogma a costa del empobrecimiento crónico y la pérdida total de dinamismo nacional.

En todos estos casos, el denominador común es claro: se trata de sistemas donde el Partido ocupa el lugar del monarca absoluto. No hay alternancia, no hay contrapesos, no hay participación ciudadana real. Las instituciones existen únicamente para dar forma legal a la voluntad del aparato gobernante.

La busqueda de sociedades más manejables

El capitalismo, cuando se permite, no es una concesión a la libertad, sino un recurso para afianzar la autoridad del monarca. Y el socialismo, cuando se aplica, no está orientado a la igualdad, sino al control. La mezcla es eficaz para mantener el poder, pero devastadora para los derechos humanos.

El verdadero socialismo contemporáneo no pretende crear sociedades más justas ni igualitarias. Busca crear sociedades más manejables. China y Vietnam lo entendieron y abrieron su economía sin abrir su política. Cuba y Corea del Norte lo entienden también, pero temen que cualquier apertura económica desate fuerzas que no puedan controlar.

Así, el socialismo moderno funciona como una monarquía del Partido: un sistema donde la ideología sirve de excusa, el capitalismo sirve de herramienta y el poder es la única causa sagrada.

Este artículo es parte de un ensayo que escribí hace un tiempo, pero como algunos amigos me embullaron para que lo publicase, he aquí un ensayo extractado. Que lo disfruten.

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