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Por Rioger Guilarte ()

La Habana.- La ineptitud del uno agazapa, como sombra servil, el déficit intelectual del otro. Podría hablar meramente de individuos, pero hablo de arquetipos.

En la vasta y circular tragedia de la isla, el gobernante y el sistema son espejos que se niegan el reflejo: el uno se oculta en la bruma burocrática del otro, como si la mediocridad pudiera absolver la ignorancia por el simple hecho de repetirla.

El socialismo cubano —ese nombre que alguna vez prometió justicia y ahora apenas disimula el hábito de mandar sin escuchar— se ha vuelto un mecanismo de relojería averiada.

Su terca repetición de consignas antiguas permite que un hombre, más parecido al eco de un cargo que a un líder verdadero, sobreviva al juicio del presente recitando glorias pasadas.

Así, el sistema y su sirviente se protegen mutuamente: el uno fracasa con solemnidad; el otro fracasa sin pensar.

Pero la historia no se alimenta solo de abstracciones. A veces —como en un verso olvidado— encarna en un niño.

Damir, así lo llamaron, fue un niño cubano que hoy se llora. No un símbolo, no una cifra estadística, sino un ser de carne y esperanza, un latido real en una tierra que, demasiado a menudo, trata la vida como una molestia.

El sistema…

Al dolor de su enfermedad se sumó el error: un diagnóstico errado, una quimioterapia mal aplicada, una maquinaria médica que, en lugar de sanar, lo deterioró.

El sistema que se proclama humanista fue incapaz de mirar al niño como un fin; lo trató como un expediente.

Y entonces, lo imposible: su madre —esa figura trágica y luminosa— y voces desde dentro y fuera de la isla, tejieron una salida. Dieron la batalla que el Estado no dio.

Lograron sacar a Damir del laberinto de su país hacia otro que, con todos sus defectos, al menos no temía a la verdad. Pero era tarde. El cuerpo ya no podía.

La muerte, silenciosa como una orden sin firma, se lo llevó.

Algunos dirán que fue el cáncer. Pero otros, los que no temen nombrar las cosas, sabrán que fue el sistema.

No hay consuelo. Tampoco hay justicia. Solo esta certeza: en Cuba, los errores del poder no se disuelven en la burocracia. A veces, caen sobre un niño de diez años, le arrebatan el futuro, y dejan a su madre sola en un mundo que, por segundos, perdió toda lógica.

Así, la ineptitud del uno no solo oculta la del otro: la perpetúa. Y cuando esa cadena de omisiones y soberbias desemboca en la muerte de un inocente, ya no hablamos de política, ni siquiera de ideología. Hablamos de crimen.

Y Damir —nombre breve, como un poema no terminado— quedará escrito en las páginas ocultas de una historia como tantas otras que aún esperan redención.

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