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Por Datos Históricos
La Habana.- Su nombre era Euphemia Bystrova, una anciana rusa que vivía sola en una aldea olvidada por el tiempo.
No era actriz. No buscaba fama. Pero el destino la llevó a participar en “Kalina Krasnaya” (El árbol rojo), la película más vista de la historia del cine soviético. Allí no interpretó un papel: se interpretó a sí misma.
Durante el rodaje, Euphemia contó su historia real. Había tenido cinco hijos. Cuatro murieron en la Gran Guerra Patria. El quinto… nunca regresó. Desaparecido, como tantos otros hombres que se perdieron en el ruido del frente y el silencio de la posguerra.
El director, Vasily Shukshin, conmovido por su autenticidad, se negó a tratarla como una simple extra. Arregló su cabaña, le dejó leña y comida, y la visitaba cada vez que podía.
Ella, en su soledad, empezó a verlo como al hijo perdido. Colgó su retrato en la pared y les decía a sus vecinos: “Ha vuelto. Mi hijo ha vuelto.”
Cuando Shukshin murió repentinamente un año después, Euphemia recibió la noticia sin comprender del todo. Solo se quedó mirando el retrato colgado en su casa, con esa mezcla de fe y desconcierto que solo tienen las madres que han perdido demasiado.
Esa fotografía, tomada justo en el momento en que supo la verdad, se convirtió en un símbolo silencioso del dolor y la ternura humana. Un invierno más tarde, los vecinos la encontraron muerta, congelada en su cabaña.
Dicen que aún tenía la mirada puesta en la foto de Shukshin.
Euphemia no actuó en una película. Vivió una historia más conmovedora que cualquier guion: la de una madre que confundió un gesto de bondad con un milagro.