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LA ISLA DESCARRILADA

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Por Oscar Durán

Otra vez se descarrila Cuba. No es metáfora. Esta vez fue literal. Un tren de pasajeros que cubría la ruta Holguín-La Habana, terminó en el lodo de la vergüenza nacional, en un punto perdido de Camagüey conocido como El Cárnico. El incidente ocurrió en la madrugada del domingo y, aunque las autoridades aseguraron que no hubo pérdidas humanas, el país entero volvió a sentir el chirrido de una infraestructura que pide socorro a gritos.

La formación, compuesta por 12 vehículos, sufrió el vuelco del furgón generador y de dos coches de pasajeros. Las imágenes –filtradas por ciudadanos y no por ningún medio estatal– muestran los vagones acostados como animales heridos, bajo la mirada impávida de un país que ya ni se inmuta ante los colapsos.

El Ministro de Transporte, sin mostrar una gota de autocrítica, se apresuró a informar que “solo hay lesionados” y que “nueve de los vehículos ya están siendo trasladados a la estación de Camagüey”. Como si eso bastara. Como si la normalización de lo anómalo pudiera maquillar un hecho que vuelve a confirmar la descomposición del aparato ferroviario cubano.

Mientras el régimen abre investigaciones –término que en Cuba significa exactamente nada–, los pasajeros malheridos se convierten en testigos de un sistema donde montarse en un tren es jugar a la ruleta rusa. ¿La causa? Aún no se dice. ¿El responsable? Tampoco. Pero todos sabemos que la verdadera causa es el abandono sistemático, y el responsable es un gobierno que prefiere invertir en propaganda antes que en rieles seguros.

Lo ocurrido en El Cárnico es más que un accidente. Es una metáfora rodante del país: obsoleto, desvencijado y sin rumbo fijo. El tren iba hacia La Habana, pero terminó varado en la mediocridad de una nación detenida en el tiempo.

No basta con agradecer que nadie murió. Ese consuelo barato es lo único que ofrecen los voceros del desastre. Porque en Cuba, no morir ya es una victoria. Aunque la vida, en esta isla, se nos descarrila todos los días.

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