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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- La narrativa oficial cubana, sostenida durante décadas, se resquebraja al primer contacto con la realidad del cubano de a pie. Lejos de la igualdad proclamada, la isla ha erigido una sociedad estratificada donde una nueva oligarquía, formada por altos mandos de las Fuerzas Armadas, ministros y la cúpula del Partido Comunista, vive en una realidad paralela de privilegios.
Mientras, la población normal enfrenta una lucha diaria por la subsistencia en un país donde la economía lleva años en caída libre. Esta no es la crítica de un «enemigo del imperio», sino la conclusión cruda de quien, como la autora del texto de referencia, ha vivido y respirado el contraste durante años.

La pobreza no es un accidente en la Cuba contemporánea, es el estado natural para la mayoría. Las estadísticas oficiales, aunque insuficientes, pintan un panorama desolador: se estima que el 75% de la población vive en la pobreza. La producción de alimentos está en picada; rubros básicos como la harina de trigo, la carne de res y el café han registrado descensos catastróficos, muy por debajo de lo ya de por sí bajo planificado.
Este desabastecimiento no es democrático. Golpea con ferocidad en los municipios alejados y las zonas rurales, donde la situación se describe como apocalíptica, mientras en los mercados para extranjeros y la mesa de la dirigencia, la escasez es un concepto ajeno.
Frente a esta penuria, la vida de la cúpula dirigente es un despliegue de opacidad y lujo. Residen en mansiones expropiadas hace sesenta años, ahora meticulosamente restauradas y mantenidas, donde abunda la comida fina y opera una servidumbre a su disposición.
Aire acondicionado, jardines cuidados, ropas elegantes y nuevos automóviles son los símbolos de esta clase que ha suplantado a la antigua burguesía, erigiéndose en una nueva casta feudal donde los matrimonios y las alianzas se forjan dentro del mismo círculo cerrado de poder. Para ellos, el «bloqueo» es una abstracción retórica, no una limitación tangible en su calidad de vida.

El apartheid social se extiende a derechos fundamentales como la educación y la salud. Existen instituciones educativas de élite, con todas las características de un colegio privado europeo, reservadas para los hijos y nietos de los funcionarios de más alto rango.
En la salud, la primacía es clara: el acceso y la calidad de la atención médica, incluidos tratamientos dentales complejos e implantes, son proporcionales al rango político. La dentadura desnutrida y ausente del campesino anciano contrasta con las sonrisas perfectamente relucientes de los generales, una metáfora visual y dolorosa de la desigualdad biológica que el sistema ha creado.
El régimen insiste en señalar al bloqueo estadounidense como el único culpable de todas las desgracias nacionales, esta explicación es profundamente incompleta y convenientemente unilateral. La propia burocracia cubana reconoce que la producción interna se hunde por «insuficiente alimento animal, afectaciones con el combustible», escasos insumos, deterioro de la flota y, crucialmente, porque «los salarios (…) que se pagan en el sistema empresarial (…) no cubren las expectativas de los trabajadores, siendo uno de los más bajos del país».
El problema de fondo es la ausencia total de incentivos en un sistema que controla y asfixia la iniciativa individual, ahogando al productor en un mar de regulaciones e ineficiencia estatal.

La conclusión, aunque amarga, es ineludible. El experimento cubano demuestra que, cuando se suprime la propiedad y la recompensa al esfuerzo individual, no surge un «hombre nuevo» altruista. Por el contrario, resurge el instinto humano más básico: la supervivencia.
En el pueblo, la supervivencia es hacer cola para un pan; en la cúpula, es perpetuar sus privilegios. El sistema no ha abolido las clases; las ha reeditado en una versión grotesca donde una minoría con poder político vive con los privilegios del capitalismo, mientras exige a la mayoría que se sacrifique por un comunismo que solo existe para ellos. El sueño igualitario se ha convertido en la pesadilla de una cleptocracia disfrazada de revolución.