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Por Fernando Martín
La Habana.- La imagen habla sola: una silla de plástico de patio, incrustada en la estructura de una silla de ruedas improvisada, al lado de una cama de hospital oxidada y una pared que parece sacada de una película de posguerra. Esa es la realidad del sistema de salud cubano, el que durante décadas la propaganda oficial ha vendido como “potencia médica mundial”. Potencia, sí, pero en miseria y en abandono.
Lo que debería ser un espacio de alivio y dignidad para los enfermos se convierte en un calabozo de precariedad. ¿Cómo puede alguien recuperarse en un hospital donde no hay ni sillas de ruedas decentes, ni medicinas, ni condiciones mínimas de higiene? Esa silla improvisada no es un accidente aislado, es la metáfora perfecta de un país que lleva 65 años parchando ruinas, inventando soluciones a lo imposible y vendiendo el espejismo de un sistema que se derrumbó hace décadas.
Mientras en foros internacionales el régimen saca pecho con sus “médicos internacionalistas”, la realidad es que en los hospitales de la isla la gente debe llevar desde la gasa hasta el jabón, porque el Estado no garantiza nada. Los mismos que se llenan la boca hablando de solidaridad exportan doctores como mercancía barata, pero dejan a su pueblo entre paredes descascaradas y camas herrumbrosas. El discurso triunfalista se estrella con escenas como esta, que más que a un hospital, se parece a un basurero reciclado para mantener las apariencias.
El gobierno insiste en que la culpa de todo la tiene el embargo, como si el bloqueo explicara que en seis décadas no hayan podido fabricar una silla de ruedas decente o comprar cloro para limpiar un baño hospitalario. El bloqueo real está en la cabeza de quienes gobiernan, en su incapacidad crónica para administrar recursos, en la corrupción que desvía lo poco que llega, y en la indiferencia criminal con que tratan la vida del cubano de a pie.
Cada imagen como esta es una denuncia viva contra la dictadura. Porque mientras los hijos de los jerarcas se atienden en clínicas privadas dentro y fuera de la isla, el pueblo se sienta en una silla de plástico para enfrentar la enfermedad. No hay potencia médica, hay potencia de miseria. Y esa miseria, más temprano que tarde, será el acta de defunción del mito castrista.