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La herida de Lisímaco

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Por Datos Históricos

La Habana.- En el 329 a.C, Alejandro Magno atravesó las tierras agrestes de Bactria, donde las montañas se alzan como murallas y las fieras son guardianas del silencio. No buscaba solo conquistas, también buscaba desafíos.

En una de sus incursiones, el rey macedonio decidió cazar en una reserva sagrada, célebre por albergar bestias indomables. Lo acompañaban sus fieles somatofilaces: siete hombres de élite que custodiaban su vida como si fuera la suya propia. Uno de ellos era Lisímaco.

En medio del espesor, el silencio fue roto por un rugido. Un león descomunal emergió de entre los arbustos y se lanzó directo hacia Alejandro.

Lisímaco, sin dudarlo, interpuso su cuerpo entre la fiera y su rey. Alcanzó a herirla con su espada, pero fue Alejandro quien acabó con la bestia de un solo golpe. Luego, irritado, reprochó a su guardaespaldas por intervenir en su duelo personal.

Años más tarde, fue Lisímaco quien se enfrentó solo a otra bestia gigantesca durante una cacería en Siria. La venció, sí, pero a un precio alto: su hombro quedó destrozado, la herida abierta hasta el hueso.

Esa cicatriz jamás desapareció. Pero tampoco quiso ocultarla.

Cuando Alejandro murió, Lisímaco fundó su propio reino en Tracia. Y allí, como rey, mostraba con orgullo esa herida a sus huéspedes. No como trofeo, sino como testimonio.

No de un combate., sino de un vínculo forjado en sangre, lealtad y destino compartido.

A veces, una cicatriz no es un recuerdo de dolor. Es el eco de una promesa que jamás se rompió.

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