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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- Mira tú por donde, la suerte que tiene esta gente. Hay quien nace con estrella y quien nace estrellado, y el gobierno cubano, sin duda, vino al mundo con un par de galaxias en el bolsillo. Llevan seis décadas jugando a la misma ruleta y, aunque la bola siempre caiga en su casilla, nunca ponen un chip.
Los rusos, durante más de treinta años, les llenaron los tanques como si no hubiera un mañana. Era un río de crudo, un chorro constante que mantenía a flote no solo la economía, sino todo el proyecto ideológico. Eso no era cooperación, era un subsidio vitalicio, una muleta gigantesca que les permitió montar el circo sin pagar la gasolina de los camiones.
Y cuando uno piensa que se les acabó el chollo, que con la caída del Muro y de la URSS iban a tener que apretarse el cinturón y vivir de lo suyo, ¡zas!, aparece en escena un amigo con más petróleo que sentido común. Hugo Chávez, con su verbo inflamado y su chequera en mano, se convirtió en el nuevo papá de los suministros.
El ya finado mandatario venezolano le regaló a Cuba casi todo el combustible que necesitaba, cambiando oro negro por ideología roja. De la noche a la mañana, la isla pasó de la austeridad forzosa a tener de nuevo el depósito lleno, gracias a la caridad con ínfulas revolucionarias de un vecino que podía permitírselo. La suerte, otra vez, llamando a la puerta.
Ahora, cuando Venezuela ya no puede ni con su propio alma, cuando el grifo se ha cerrado a gotas, llega la noticia que demuestra que el milagro es recurrente: México, bajo el mando de la socialista guerrillera Claudia Sheinbaum, triplica el envío de petróleo a la dictadura cubana.
No es un gesto humanitario, es una maniobra política que demuestra la alianza ideológica entre el gobierno mexicano y el castrismo. Mientras Pemex se hunde en deudas y los mexicanos pagan más caro el combustible, su presidenta decide subsidiar con dinero público a un régimen que encarcela, censura y reprime a su propio pueblo.
Y uno se pregunta, ¿a dónde va a parar ese crudo? Pues no se lo imaginen en hospitales destartalados o en guaguas paradas. Ese petróleo no llega a la gente, alimenta la maquinaria militar y policial que sostiene a la dictadura. Es combustible para los que golpean manifestantes, no para los que intentan sobrevivir en un país sin luz ni libertad.
Cada barril que manda México es un barril más de oxígeno para los esbirros, un voto de confianza para la represión. Es, en definitiva, complicidad con la tiranía, disfrazada de solidaridad entre pueblos.
Lo más sangrante de este tinglado es ver cómo el mundo lo permite. Estados Unidos, que dice llevar la bandera de la lucha contra el comunismo, observa el espectáculo sin mover un dedo. La administración Trump, que se llena la boca con la «mano dura», es un gigante con pies de barro en esto. No sanciona a México ni a Canadá, pese a que ambos mantienen vínculos económicos con la dictadura.
Hablan duro, pero en la práctica permiten que sus vecinos mantengan, con petróleo y turismo, al mismo régimen que Washington declara enemigo. Esa contradicción no es un detalle, es el cable que mantiene encendido al paciente.
México y Canadá no pueden seguir recibiendo los beneficios del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos (T-MEC) mientras ayuden a financiar a un gobierno incluido en la lista de promotores del terrorismo.
Es de locos. En las próximas negociaciones, esto tiene que ser lo primero sobre la mesa. El tratado no puede renovarse sin cláusulas que impidan a estos países negociar con regímenes totalitarios.
Hablar de libertad mientras se permite que la dictadura cubana reciba petróleo y dinero a través de sus socios es la hipocresía más grande. Hace falta mano dura real, no retórica. Mientras esa complacencia continúe, el pueblo cubano seguirá pagando el precio del silencio de sus vecinos, y la suerte de los de siempre seguirá siendo la desgracia de los de abajo.