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Por Esteban Fernández- Roig jr. ()

Miami.- No me lo creerán, pero yo vivía en un vergel donde la Coca Cola sabía más sabrosa que en el país que la crearon.

El cielo era más azul que en ningún lugar de universo y les juro que la luna cubana brillaba como ninguna otra.

A 99. 6 kilómetros de mi estaba la playa más famosa, más bella y con las aguas más cristalinas del planeta .

No se necesita un contrato, simplemente un estrechón de manos consolidaba el acuerdo y la primera dama -llamada Mary- parecía una princesa.

Un cocuyo servía de linterna, el sol rajaba las piedras, y el invierno era delicioso y benevolente.

Sólo discutíamos entre Almendaristas y Habanistas… En el parque, un domingo por la noche, un guajiro parecía un hacendado, y los jóvenes se celebraban unos a otros las camisas McGregor.

Las bondades de mi país

Un sabroso aguacero -tras Millás haber anunciado “lluvias diseminada por todo el territorio nacional”- pero siempre escampaba tras los pedidos a San Isidro el Labrador de: “¡Quita el agua y pon el sol!”

Miles de tomeguines del pinar en el monte cercano, y lindos gallos giros y canelos despertándonos al amanecer…

Un precioso Edificio Focsa, sin desdorar el encanto del mas humilde bohío en la manigua más hermosa del planeta Tierra.

Una Patria donde los únicos enemigos eran “Karinoa, Sakiri el Malayo y el Látigo Negro”; mientras levantábamos la vista para admirar un millón de estrellas en el divino firmamento cubano.

El peso a la par o por encima del dólar; y Perico Formental y Roberto Ortíz botando la bola por encima de la cerca del jardín central del Estadio del Cerro, por donde decía: “¡Tome Cawy!”

Y yo no exagero, Él que se esmeró haciendo a Cuba fue Dios, hasta que llegó Lucifer a destruir su grandiosa obra.

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