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Por Luis Alberto Ramirez ()

En cualquier país con un mínimo de institucionalidad, el pasaporte diplomático es una herramienta exclusiva para funcionarios en misiones oficiales del Estado. En Cuba, sin embargo, ese documento, que abre puertas y exime de controles migratorios ordinarios, ha dejado de ser símbolo de servicio diplomático. Se ha convertido en pasaporte al descaro, al privilegio hereditario y a la impunidad institucionalizada.

Los familiares de los altos dirigentes del Partido Comunista de Cuba (PCC) acceden con total facilidad a estos pasaportes diplomáticos. No por méritos propios ni funciones de Estado, sino por el simple hecho de portar apellidos “intocables”.

Gracias a esta prerrogativa, gestionan sus visas desde el Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX) como si fuesen embajadores en misión oficial. Sin embargo, en realidad van de compras a Nueva York o supervisan negocios particulares con absoluta discreción. Viajan dentro y fuera de Cuba a su antojo, llevando y trayendo mercancías, y secretos, bajo la inviolabilidad de la valija diplomática. Así, quedan inmunes a inspecciones aduanales o leyes migratorias.

Uno de los casos más elocuentes es el de Vilma Rodríguez Castro, nieta del general Raúl Castro, quien ha visitado Estados Unidos en varias ocasiones. Según reportes, ha estado involucrada incluso en la gestión de envíos marítimos de cemento hacia Cuba. ¿Cemento? En un país donde el Estado dice no tener recursos ni para reparar una escuela, es insultante. Es lamentable ver cómo una integrante de la élite gestiona suministros estratégicos desde el extranjero. Cemento, además, que no se destina a viviendas del pueblo sino a proyectos privados, de lujo o de conveniencia política.

La corrupción como política de Estado

Esta práctica no es una anomalía del sistema: es el sistema. En Cuba, la corrupción no es un accidente, ni siquiera un delito. En realidad, es una política de Estado. Los dirigentes tienen licencia para estafar al campesino y explotar al trabajador. Pueden esquilmar al médico en misiones internacionalistas. Desde el policía de tránsito que exige sobornos, hasta el ministro que desvía recursos, la cadena de corrupción no se rompe. Esto es porque es la norma, no la excepción. El país no “tiene” corrupción: es corrupción.

Mientras el pueblo sufre apagones interminables y sobrevive con una libreta de racionamiento que ya no raciona nada, hace colas para un pedazo de pan. Los altos funcionarios del régimen y sus familias disfrutan de lujos que contrastan obscenamente con la miseria cotidiana. Viajes, propiedades en el extranjero, cuentas en bancos internacionales. Disfrutan también de una burbuja de privilegios que solo se mantiene gracias a la represión, la propaganda y una doble moral profundamente enraizada.

El discurso oficial habla de igualdad y sacrificio. Pero como en la sátira de Orwell, en la Cuba revolucionaria “todos son iguales, pero hay algunos que son más iguales que otros”. Esa es la esencia del régimen. Es un sistema de privilegios que usa al pueblo como escudo y como víctima. Mientras tanto, perpetúa los beneficios de una élite blindada por la ideología y el control absoluto. Además, por supuesto, el pasaporte diplomático.

Por eso en Cuba no hay escándalos de corrupción. No porque no ocurran, sino porque ya no escandalizan.

Porque cuando la corrupción es la regla, el corrupto no es un criminal: es un funcionario del régimen.

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