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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)
Houston.- A más de cinco siglos del descubrimiento de América, la visión sobre la conquista ha oscilado entre la gloria y la culpa. Sin embargo, más allá de las visiones ideológicas o los juicios del presente, subsiste una verdad histórica y humana: aquel encuentro de mundos engendró una nueva civilización. En medio del conflicto y la fe, nació el mestizaje, una fusión de culturas que dio forma al espíritu de América.
La conquista y colonización de América fue, más que una empresa militar, una creación humana y espiritual de proporciones inmensas. De aquel encuentro —a veces violento, otras veces fraternal y creador— surgió una nueva raza, el mestizo, símbolo de la unión entre dos continentes y de la capacidad del hombre para forjar belleza incluso en medio del drama. No fue solo un choque de civilizaciones, sino el nacimiento de una nueva realidad cultural: el milagro del mestizaje.
El papel de la Reina Isabel de Castilla fue esencial para dar a la conquista su carácter singular. Ella comprendió que aquel vasto acontecimiento no debía limitarse a la conquista de territorios, sino a la salvación y dignificación de almas. Su fe profunda le hizo concebir la empresa americana no como una campaña de saqueo, sino como una misión providencial.
En sus instrucciones a los adelantados y gobernadores insistió en el buen trato a los indígenas, en su enseñanza cristiana y en la prohibición absoluta de su esclavitud. Fue la primera soberana europea en declarar que los habitantes del Nuevo Mundo eran “hombres libres con alma racional”, capaces de recibir la fe y formar parte de la comunidad cristiana.
De esa visión surgieron las llamadas Leyes de Indias, verdadero código moral que, aunque muchas veces incumplido, expresó el ideal civilizador que inspiró la colonización española.
Mientras otros imperios basaban su dominio en el despojo y la segregación, España intentó —con luces y sombras— incorporar, enseñar y evangelizar. En esa intención se resume el espíritu isabelino: conquistar sin destruir, transformar sin aniquilar, educar para elevar.
En este sentido, la conquista española fue también una misión religiosa. Los misioneros franciscanos, dominicos y jesuitas recorrieron selvas y cordilleras llevando no solo la cruz, sino también el libro, la palabra y el ejemplo. Donde antes hubo ídolos, se alzaron templos; donde hubo chozas, florecieron escuelas, hospitales y universidades. Se enseñó a leer, a escribir y a orar; se cultivó la música, el arte y la ciencia bajo el amparo de una fe que dio sentido y cohesión a los nuevos pueblos.
Los cronistas de la época, como fray Bartolomé de las Casas, José de Acosta o Bernal Díaz del Castillo, narraron con asombro ese doble rostro de la historia: la espada y la oración, la conquista y la piedad. Y aunque los abusos existieron —como en toda empresa humana—, también fue real el impulso civilizador, el deseo de elevar la dignidad del hombre y la mujer indígenas bajo la luz del Evangelio.
El mestizaje, fruto de la unión de sangres y culturas, fue el mayor legado de aquel proceso. En él se mezclaron la fuerza del conquistador y la ternura del nativo, la palabra del fraile y la sabiduría ancestral del chamán. De esa fusión nació la América profunda, con su idioma común, su fe compartida y su alma abierta a la belleza y al dolor.
Hoy, los estudiosos reconocen que la colonización española, pese a sus contradicciones, dio origen a una civilización mestiza, portadora de valores espirituales y morales únicos. La lengua, el derecho, la religión y las costumbres de nuestros pueblos tienen su raíz en esa síntesis que unió, para siempre, a Europa con el Nuevo Mundo.
Asi las cosas, a la luz de nuestros días, cuando algunos intentan reducir la historia a juicios sumarios o a resentimientos ideológicos, conviene mirar la conquista con equilibrio y gratitud. América no nació solo del hierro, sino también de la fe. Isabel de Castilla, movida por un sentido moral superior, dio a esa gesta su espíritu redentor y humano.
Y fue precisamente esa dimensión —la de la fe que educa, la piedad que protege y la cultura que une— la que permitió que de la sangre derramada surgiera una nueva civilización. El mestizaje, ese fruto de dolor y esperanza, continúa siendo la raíz viva de nuestra identidad y la prueba de que la historia, cuando se inspira en ideales, puede crear belleza incluso en medio del sacrificio.