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Durante siglos, los rayos eran considerados un castigo divino. Un gesto de furia de los cielos. Nadie pensaba en su origen. Nadie se atrevía a tocar su misterio.
Hasta que en 1752, un hombre llamado Benjamin Franklin sostuvo una cometa bajo la tormenta… y cambió la historia para siempre.
Aquel experimento, aparentemente simple, escondía algo más profundo: Franklin demostró que los rayos eran electricidad.
Fue el momento en que la ciencia dejó de ser un juego de sabios y se convirtió en herramienta para todos.
Así lo decía Isaac Asimov: “Antes de Franklin, la ciencia interesaba solo a los científicos. Después de él, el mundo entero empezó a mirar hacia la ciencia… esperando respuestas.”
Y tenía razón.
Franklin no solo explicó los rayos. Los domesticó. Inventó el pararrayos, un artefacto que impedía que los edificios se incendiaran al ser golpeados por descargas eléctricas.
El invento se difundió –perdón por la ironía– como un rayo. En pocos años, muchas ciudades lo adoptaron. Todas… menos las iglesias.
Para ellas, el rayo seguía siendo obra de Dios. ¿Quién era Franklin para interponerse?
Hasta que una iglesia, que almacenaba pólvora, fue alcanzada. El resultado fue devastador. Y entonces, las demás templos comenzaron a aceptar aquellos “instrumentos del diablo”… llamados pararrayos.
Lo que ocurrió después fue inevitable: el mundo descubrió que la ciencia podía proteger, mejorar y transformar la vida.
El fuego, la rueda, la imprenta, el telescopio… todo había preparado el terreno. Pero fue con la electricidad que el ser humano comprendió que podía controlar lo invisible. Y ese día, un rayo cayó del cielo. Y no trajo destrucción. Trajo conocimiento.
En la foto: uno de los «pararrayos» de B. Franklin. Un dispositivo que impedía que los rayos cayeran sobre edificios.