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Ohio, Nochebuena de 1933. Una joven pelirroja, de rostro elegante y mirada perdida, fue vista por primera vez en la estación de autobuses de Willoughby. Llevaba un vestido azul y caminaba sola entre la nieve. Nadie sabía de dónde venía. Nadie conocía su nombre.
Compró un billete con destino a Corry, Pensilvania. Pero nunca llegó.
Se alojó en una modesta pensión atendida por Mary Judd. Pagó por adelantado, no dio su nombre y, antes de marcharse, solo dejó una frase: “Feliz Navidad”.
Horas más tarde, caminó sin rumbo hasta llegar a un cruce ferroviario. Allí, frente a testigos paralizados por el horror, dejó caer sus maletas y se arrojó al paso del tren.
El golpe fue brutal. Pero al examinar su cuerpo, el sepulturero notó algo imposible: el abrigo azul estaba limpio, sin una sola gota de sangre. Y su cuerpo, salvo el cráneo, casi intacto.
En su bolso apenas había unas monedas, un lápiz… y ningún documento.
Durante 60 años, nadie supo quién era. La comunidad le dio un entierro digno. Más de tres mil personas asistieron a su funeral. La llamaron “La chica del abrigo azul”. Cuidaron su tumba con esmero, esperando que algún día alguien viniera a buscarla.
Y alguien lo hizo.
En los años 90, un agente inmobiliario llamado Ed Sekerak leyó por casualidad una nota en el News Herald. Algo en esa historia lo conmovió. Recordó una vieja granja, unos periódicos amarillentos, una familia con una hija perdida…
Y descubrió la verdad.
La joven era Josephine Klimczak, de 23 años. Había salido de casa sin dejar rastro. Sus padres murieron dos años después sin saber qué le había ocurrido.
Pero el pueblo sí lo supo. Y durante seis décadas, la cuidó como a una hija suya. (Tomado de Datos Históricos)