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La bancarización del hambre

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Por Oscar Durán

La Habana.- Llego al quiosco buscando leche y suelto la pregunta de moda en Cuba: “¿Se puede pagar por transferencia o solo en efectivo?”. La respuesta, como casi todo en este país, fue una bofetada de realidad. “En efectivo vale lo de la pizarra; por transferencia, 20 % más”. Así, sin anestesia. El cubano, que hace rato dejó de sorprenderse, solo aprieta los dientes y calcula si puede pagar el abuso. La llamada bancarización, ese experimento de laboratorio que la dictadura lanzó sin recursos ni lógica, se ha convertido en el último capítulo del desastre económico nacional.

Porque lo que empezó como una medida para “modernizar los pagos” terminó siendo una forma más de trasladar la ruina al pueblo. Como no había dinero físico, el régimen se inventó la historia del dinero digital. Pero lo digital no se come, no alumbra, ni se mete en el bolsillo. Hoy no hay efectivo, no hay corriente, no hay transporte y, para colmo, si logras tener algo de saldo, los negocios te penalizan por usarlo. El gobierno quiso disfrazar la quiebra de avance tecnológico y el resultado fue un país donde las transferencias engordan, pero la gente adelgaza.

La justificación de los particulares es la misma que usa el Estado: la culpa es del otro. Que si “ya se cumplió el límite de 50 mil pesos”, que si “nadie acepta transferencias después”, que si “la divisa hay que comprarla en efectivo”. Todo eso tiene una traducción única: desconfianza. Desconfianza en el sistema bancario, en la moneda, en el gobierno. En una nación donde el banco central no tiene respaldo ni liquidez, pretender una economía digital es como ponerle Wi-Fi a una carreta de bueyes. El problema no es la tecnología, es la pobreza.

Lo peor es que el régimen lo sabe. Sabe que los cajeros no tienen dinero, que las pasarelas de pago colapsan, que la mitad de las tiendas solo aceptan efectivo y que en los pueblos, donde la conexión es un chiste, el código QR es un jeroglífico. Pero no importa: la culpa la tendrá siempre el vendedor que “engorda la transferencia” o el ciudadano que “no se adapta a los nuevos tiempos”. Mientras tanto, el Estado se lava las manos, como si no fuera él quien cerró el grifo del dinero y dejó al país seco de billetes y de esperanza.

El discurso oficial habla de trazabilidad, de control fiscal, de transparencia. Palabras bonitas que en Cuba significan otra cosa: vigilancia. Bancarizar no fue una política económica, fue una medida de control social. Si el pueblo no tiene efectivo, no puede moverse, no puede comprar libremente, no puede siquiera protestar sin dejar huellas digitales. Convirtieron la necesidad en herramienta de sometimiento. Y cuando el sistema se cae —porque siempre se cae— la gente no solo se queda sin luz, sino también sin poder pagar una botella de agua.

Así estamos: sin dinero, sin corriente y sin país. El castrismo ha logrado lo imposible, convertir la bancarización en otra forma de hambre. Nos vendieron el futuro electrónico y nos dejaron el presente sin efectivo. Nos hablaron de eficiencia, y solo lograron que el peso valiera menos que una sonrisa cansada. Cuba no se bancarizó: se vació. Y la transferencia que crece no es la del banco, sino la del sufrimiento de un pueblo al que le siguen cobrando por existir.

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