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Kershaw entra al olimpo

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Por Redacción Deportiva

La Habana.- Clayton Kershaw acaba de hacer historia. Lo hizo a su manera: con serenidad quirúrgica, con la franela de siempre y con el peso de una leyenda que no necesita gritos. El zurdo de Dallas, ídolo eterno de los Dodgers, alcanzó este 2 de julio los 3.000 ponches en su carrera, convirtiéndose en el vigésimo lanzador en lograrlo en las Grandes Ligas.

Lo hizo en casa, frente a su gente, con una slider endemoniada que congeló a Vinny Capra de los White Sox. Fue el lanzamiento número 100 de la noche. Casi poético.

No es solo una cifra. Es una postal que resume 18 temporadas de lealtad, disciplina y evolución constante. Kershaw no ha sido un fogonazo pasajero. Ha sido un martillo sostenido. El brazo que ha acompañado cada transición del béisbol moderno: desde la era del jonrón hasta la era de los datos. Desde las rectas de 96 millas hasta los cambios de velocidad que engañan con el alma. Ha sabido reinventarse sin perder la esencia. Y esa, en un juego que no perdona la curva del tiempo, es la victoria más grande.

Tres mil razones para Cooperstown

Con este hito, se une a un club exclusivo: apenas 20 lanzadores en toda la historia. Solo cuatro de ellos zurdos. Ninguno más constante. Ninguno más discreto en la grandeza. Al lado de Randy Johnson, CC Sabathia y Steve Carlton, Kershaw representa la forma más elegante de dominar. Sin escándalos. Sin controversias. Solo béisbol puro y un compromiso feroz con la excelencia. Los números están ahí: tres premios Cy Young, un MVP, un anillo de Serie Mundial y ahora 3.000 razones para sellar su pase a Cooperstown.

Pero quizás lo más conmovedor del momento no fueron los aplausos ni la celebración en redes. Fue la forma en que bajó la cabeza, se quitó la gorra y saludó al público. Como si él mismo no creyera del todo en su hazaña. Como si le costara aceptar que es, sin discusión, uno de los mejores lanzadores de todos los tiempos. Su humildad sigue siendo el sello más admirable de una carrera en la que cada ponche ha sido una lección de paciencia y precisión.

Clayton Kershaw ya no lanza para callar críticas. No lo necesita. Tampoco lo hace por contratos millonarios. Él lanza porque entiende que el béisbol es un arte y que, cada vez que sube al montículo, está escribiendo una línea más de su propio evangelio.

Alcanzar los 3.000 ponches no es solo un número más. Es una ceremonia. Es el aplauso del destino a un hombre que eligió ser fiel a un equipo, a una ciudad, y a una forma de jugar que ya no abunda. Ahora, que pasen los años. El número 22 ya es eterno.

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