Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Por Max Astudillo ()
La Habana.- El recién nombrado presidente de la agencia de noticias Prensa Latina, Jorge Legañoa, ha reaparecido en la televisión estatal cubana, esta vez para lanzar un furibundo ataque contra el opositor José Daniel Ferrer, quien recientemente optó por el exilio ante el riesgo, según sus declaraciones, de morir en una prisión cubana.
El episodio ha revivido un debate tan antiguo como la propia Revolución: la utilización del término «anticubano» como un arma arrojadiza para descalificar a cualquier voz disidente.
Ver vídeo: (https://www.facebook.com/reel/1483684906293996)
En la isla, y también en el exilio, esa palabra se usa con una facilidad pasmosa. Te tildan de «anticubano» por escribir sobre un deportista, por entrevistar a un disidente o, simplemente, por no prestarle a alguien la atención que cree merecer. Es una etiqueta que cierra la boca, que anula el debate y que, desde el poder, sirve para justificar el fracaso de un sistema ante cualquier crítica, un mecanismo para mandar al crítico a la cárcel o al ostracismo.
Legañoa, un hombre que en el pasado fue vicepresidente del Instituto de Información y Comunicación Social y estuvo a cargo de la capacitación de los inspectores de la comunicación, maneja este lenguaje a la perfección. Sabe que en Cuba, ser «anticubano» es el peor de los estigmas, y no duda en emplearlo.
Pero quizás habría que darle la vuelta a la tortilla. ¿Qué es realmente ser anticubano? ¿Lo es la familia que sobrevive con un salario miserable y luego debe pagar una fortuna por productos básicos en una economía destrozada? ¿Lo es quien, desde el exterior, envía remesas que en 2025 han caído drásticamente pero que aún representan un salvavidas para muchos, un «rescate» para que sus seres queridos puedan comer?
¿O es, tal vez, anticubano un sistema que gasta recursos en producir reportajes televisivos para perseguir a opositores mientras, según denuncian ciudadanos en Matanzas, el pueblo se enfrenta a epidemias sin la debida atención médica, sin fumigaciones y con hospitales colapsados?
El verdadero negocio anticubano podría ser otro: el de mantener las causas estructurales de una crisis profunda mientras se buscan justificaciones siempre enemigas en el exterior. Esta lógica perpetúa el círculo vicioso de la miseria y el control. Mientras, para el ciudadano de a pie, la vida se convierte en lo que allí llaman «pasar trabajo» – que es distinto a trabajar –, una lucha diaria y extenuante por lo más elemental. Es la paradoja de un discurso que se llena la boca con la palabra «pueblo» mientras ignora su sufrimiento concreto.
Frente a esto, la figura de Jorge Legañoa se erige no como la de un ideólogo, sino como la de un operador. Es el hombre que sabe cómo mover los hilos del aparato de propaganda. No es un Humberto López, aquel personaje detestable que siempre sale a aleccionar a los cubanos haciéndose pasar por periodista, pero a veces la ficción se parece demasiado a la realidad.
Su reciente -y anhelado- ascenso a la presidencia de Prensa Latina, una agencia de noticias que en sus augurios económicos para 2025 habla de «nubarrones» para la economía global pero evita la autocrítica, lo coloca en un puesto clave para controlar el relato, tanto dentro como fuera de la isla.
Al final, en este forcejeo por definir quién es y quién no es un buen cubano, hay una batalla por la memoria y por el futuro. Los que hoy son tachados de «anticubanos» – los que se van, los que critican, los que envían dinero – son, con frecuencia, los mismos que con su esfuerzo individual o su disidencia política mantienen un vínculo con una Cuba que no quiere ser borrada.
Mientras, desde el poder, se insiste en una revolución que, para muchos, hace tiempo que se convirtió en esa «cosa descompuesta y podrida» a la que se aferra una clase dirigente que es, en su ejercicio del poder y en su desprecio al bienestar de su gente, la que mejor encarna el significado más auténtico de ser anticubano.