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Por Jorge L. León (Historiador e Investigador)
Houston.- En cada dictadura hay personajes menores que, aun sin poder real, se convierten en símbolos repulsivos de la decadencia moral del régimen. Humberto López es uno de ellos. No es más que un impostor sin escrúpulos, un hombre de bolsillo fácil, un vocero que se alquila al mejor postor. Pero lo que dice —y el modo ruin en que lo hace— tiene consecuencias: calumnia, denigra, amenaza, y cada día contribuye a extender el daño que la tiranía reparte sobre un pueblo indefenso.
Desde la televisión, convertido en un verdugo de cuarta categoría, este agente servil del castrismo encarna la peor mística de la barbarie totalitaria. Es la voz que el régimen utiliza para intimidar, la lengua que escupe veneno, la máscara grotesca de un proyecto político que ya no puede esconder su podredumbre.
Su función es infundir miedo, y lo hace con la misma bajeza de un sicario ideológico que no conoce límites ni pudor.
Quien lo ve en pantalla se aparta, no solo por la repugnancia moral que inspira, sino porque su cobardía provoca náusea. No informa: acusa. No debate: injuria. No investiga: difama. Cada gesto suyo es una amenaza; cada risa, una muestra de la maldad acumulada en un sistema que premia la servidumbre y castiga la dignidad.
López advierte, señala con el dedo, promete “investigaciones”, anuncia represalias contra todo aquel que piense diferente. Se cree intocable porque trabaja para la maquinaria represiva. Pero debe saber —y se le advierte desde hoy— que la impunidad no es eterna.
La historia tiene un mecanismo infalible: pone a cada quien en su sitio. Y cuando la justicia llegue, no será la caricatura de justicia que él defiende, sino una verdadera, una que mida responsabilidades y haga responder a los que utilizaron su voz para destruir vidas.
Humberto López no es un comunicador: es la expresión más baja y sucia de un régimen podrido. Es la voz deformada de la tiranía castrista, gritando cada noche amenazas, insultos y calumnias.
Pero incluso los voceros del miedo tienen un final. Y ese final, en la historia de las dictaduras, suele llegar más rápido de lo que ellos imaginan. Hasta un día… y no muy lejano.