
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Sotero ()
La Habana.- El Estado cubano ha convertido el turismo en una religión. Sus templos son hoteles medio vacíos que devoran recursos mientras el país se desangra. Un tercio de toda la inversión nacional se va en construir alojamientos. Pero cinco años después, solo el 30% de las habitaciones tienen huéspedes.
Alguien debería explicar cómo es posible que se siga levantando hormigón frente al mar cuando ni siquiera hay turistas para llenar lo ya construido. Pero en Cuba las preguntas obvias son contrarrevolución, y las respuestas, un lujo que solo se permiten los burócratas con cuenta en MLC.
Lo de Ciego de Ávila es de traca: cuadruplicar la capacidad turística en dos años. Mientras, los camiones de basura no pasan y los pollos desaparecen de los mercados. No es un error de cálculo, es la lógica perversa de un «modelo de negocio». Allí, lo único que importa es que cuatro corporaciones estatales amasen activos financieros. Aunque detrás no haya servicio decente ni demanda real.
Los hoteles ya no son para turistas. Son fichas de póker para una partida entre élites, donde el premio son dólares frescos del presupuesto público y exenciones fiscales.
Lo genial del engaño es que ni siquiera construyen: contratan a extranjeros «llave en mano». Además, alquilan la gestión a cadenas internacionales, y se quedan con la renta. Es un negocio redondo donde el Estado pone el dinero. Mientras, unos pocos se embolsan las ganancias. El pueblo mira desde afuera, con una libreta de abastecimiento en una mano y un menú de «opciones turísticas» en la otra que nunca podrá pagar. Hasta el capitalismo más salvaje se ruborizaría ante este nivel de cinismo.
El chiste macabro es que estos megaproyectos se financian con recursos que deberían ir a hospitales o fábricas de alimentos. Cada grúa en Varadero es un tractor menos en Pinar del Río. Además, cada suite presidencial en Cayo Santa María es una tonelada de arroz que no llega a La Habana.
Pero qué más da: cuando las estadísticas son un arma política, mejor mostrar fotos de resorts que de niños desnutridos. Eso sí, si preguntas por qué el turismo no despega, la culpa siempre será del bloqueo. Nunca será por haber construido palacios para nadie en medio de una crisis.
Lo más brillante es el «blindaje político» del que gozan estos elefantes blancos. Mientras a un cubano de a pie le exigen hasta el último justificante para comprar una resma de papel, estas corporaciones mueven millones en opacidad total. Con contratos que nadie fiscaliza y beneficios que nunca revierten en lo social.
Es el capitalismo de los compinches, versión tropical: donde el socialismo se reduce a repartir miserias y el neoliberalismo, a repartirse los negocios entre amigos.
Al final, el milagro cubano es este: un país que invierte más en turismo de lo que el turismo genera. Prioriza casinos sobre clínicas, y donde la «soberanía alimentaria» es un eslogan que nadie cree.
Mientras, en los pasillos del poder, alguien sigue firmando cheques para el próximo hotel fantasma. Está convencido de que el pueblo aguantará hambre, pero nunca dejará de creer en la farsa.