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Por Jorge Sotero ()

En Cuba, más del 80% de sus habitantes ha nacido y vivido bajo una misma sombra: la del bloqueo. Para ellos, no es una política abstracta, sino una realidad tangible que, según el último informe oficial, ha causado daños por 7.556 millones de dólares en solo un año, un aumento del 49% respecto al periodo anterior.

El canciller Bruno Rodríguez Parrilla presenta estas cifras con la contundencia de quien exhibe un parte médico de una enfermedad crónica: dos meses de bloqueo equivalen al combustible anual para generar electricidad; cinco días, a la reparación de una termoeléctrica; dieciséis días, al cuadro básico de medicamentos de todo el país.

Es un discurso meticulosamente calculado, donde cada minuto de asedio tiene un precio en insulina, sillas de ruedas o pan. La pregunta que flota en el aire, sin embargo, es más incómoda: ¿se está usando este daño real, esta herida abierta, como un relato infinito para justificar toda otra herida?

Mientras el gobierno cubano despliega estas equivalencias en informes para la ONU, en la calle la gente vive la materialización de esas cifras. El sistema electroenergético es un enfermo al que, según la propia viceministra de Energía, se le niegan las medicinas: un sensor que cuesta 500 dólares puede terminar costando 10.000 y tardar meses en llegar debido a las trabas.

Una empresa europea cancela la venta de repuestos que hubieran aportado 100 MW al sistema por miedo a las sanciones.

¿Por qué no hay bloqueo a los hoteles?

El bloqueo, en efecto, encarece, retrasa y asfixia. Pero esta verdad indiscutible convive con otra: la de un estado que, paralelamente, invierte ingentes recursos en una industria hotelera con ocupación baja, y cuya gestión interna muestra una opacidad que alimenta la percepción de corrupción e ineficiencia. La narrativa del acoso exterior choca contra el muro de las realidades domésticas.

Entonces, ¿tendremos que quedarnos de brazos cruzados, esperando que el gobierno cubano siga culpando a Washington, sin resolver ninguno de esos problemas de los cuales culpa a los de fuera?

La evidencia sugiere que la estrategia oficial consiste en agitar la bandera del bloqueo como un único y omnipresente culpable, desplazando cualquier examen de responsabilidades propias. La pregunta por el agua, que no se puede bloquear, o por la fuga masiva de maestros y jóvenes que huyen de un país sin futuro, queda sepultada bajo el peso de los 2,1 billones de dólares en daños acumulados históricos que calcula La Habana.

Es un relato que, aunque se sustente en una agresión económica real, se utiliza como un escudo contra toda rendición de cuentas.

¿Seguiremos sin agua, sin alimentos, sin medicinas, sin maestros, sin transporte, con dirigentes corruptos y policía represora? Supuestamente, el bloqueo explica una parte de esta crisis: afecta la adquisición del 69% de los medicamentos del cuadro básico y más de 400 fármacos no llegan con normalidad a las farmacias. Sin embargo, la permanencia de estas carencias, década tras década, apunta a un fracaso estructural más profundo.

La gran disyuntiva

La obsesión por controlar hasta el último resquicio de la economía y la vida social, un modelo que prioriza la lealtad política sobre la eficiencia, y la represión como herramienta de gobierno, son males endémicos que el discurso oficial se niega a diagnosticar. El bloqueo -supuesto, insisto- es el muro de fuera; pero dentro, los cimientos llevan tiempo agrietados.

¿Los cubanos debemos seguir permitiendo que mueran ancianos y los jóvenes se vayan, solo porque hay un supuesto bloqueo? La disyuntiva es brutal. Por un lado, el gobierno instala la idea de que toda crítica interna fortalece al enemigo, convirtiendo el descontento legítimo en una tracción a la patria.

Por otro, una ciudadanía exhausta asiste a una diáspora que no cesa, con un costo calculado en 2.570 millones de dólares por la pérdida de fuerza laboral calificada. Es la paradoja perfecta: el mismo sistema que se presenta como escudo contra el imperialismo, es incapaz de generar las condiciones para que sus hijos quieran vivir en la tierra que defiende con tanto ahínco. La fuga de cerebros no es un daño colateral del bloqueo; es el síntoma de un proyecto nacional en quiebra.

Al final, la pregunta no es si el bloqueo es real o no –y yo insisto en que no lo es–. La pregunta es si los cubanos están condenados a ser rehenes de una doble condena: la supuesta de una potencia que los asfixia con sanciones y la de un poder local que se resiste a cualquier autocrítica que no sea el bloqueo.

La verdadera solución, la que nadie en el poder parece dispuesto a enunciar, requiere de una valentía que va más allá de denunciar al enemigo exterior: exige mirar hacia dentro, reconocer los propios fracasos y, por primera vez en décadas, preguntarle al pueblo cubano qué quiere ser cuando finalmente deje de ser el rehén de esta historia interminable.

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