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Tomado de MUY Interesante
El conquistador Gonzalo Guerrero se embarcó hacia el Nuevo Mundo en busca de la gloria pero, en vez de entre el bando de los españoles, la alcanzó entre los mayas, convirtiéndose en uno de sus principales líderes militares y considerándose el padre del mestizaje.
Madrid.- Tradicionalmente los grandes protagonistas del descubrimiento y conquista de América, desde Colón a Cortés, han sido considerados héroes no solo por la historiografía española, sino también por los historiadores latinoamericanos. Así fue, al menos, hasta la aparición de corrientes historiográficas alternativas, revisionistas, allá por los años sesenta del siglo pasado. A partir de entonces los Cortés, los Alvarado, los Núñez de Balboa, empezaron a ser considerados figuras polémicas. Cabía, por tanto, buscar nuevos referentes para una nueva época y, por tanto, también para una nueva historiografía. Fue entonces cuando resurgió con fuerza la figura casi olvidada de un español, contemporáneo de todos ellos, pero que encarnaba valores diametralmente opuestos a los que se atribuían a Cortés, Pizarro o Alvarado.
El soldado español fue uno más entre los mayas, a los que enseñó a luchar a la manera castellana y a los que se mantuvo fiel hasta el día de su muerte. Foto: AGE.
Pero antes de desvelar al protagonista de esta semblanza, preguntémonos… ¿Qué tienen en común Hernán Cortés, Pedro de Alvarado, López de Legazpi, Cabeza de Vaca o Inés Suárez? Todos ellos nacieron y vivieron en una época convulsa y cambiante, en la cual el descubrimiento, exploración, conquista y colonización de América por los europeos adquirió características épicas. Podríamos encontrar muchos otros elementos comunes a todos ellos, sin duda. Pero algo que les une por encima de todo lo demás es la búsqueda de la gloria. Sí, el elemento común a todos ellos es indudablemente el ansia de reputación, fama y honor extraordinarios que resultan de acometer grandes acciones, enormes proezas nunca antes realizadas.
No solo se descubrió un nuevo mundo, sino que la conquista europea y el posterior mestizaje entre españoles y nativas americanas creó una nueva sociedad en las Indias, y los Vázquez de Coronado, los Ponce de León, los Alvarado contribuyeron a ello. También Gonzalo Guerrero. Los españoles e hispanoamericanos de hoy somos herederos directos de esas epopeyas y también de esta historia.
Y sí, el protagonista de nuestra semblanza es Gonzalo Guerrero. Guerrero fue coetáneo a todos ellos pero, a diferencia de los grandes apellidos que protagonizan el descubrimiento y conquista de América, la figura de Gonzalo cayó en el olvido durante siglos. Tachado de traidor, renegado e infiel; a Gonzalo Guerrero se le condenó al ostracismo. Ironías del destino, o quizá justicia histórica, lo cierto es que Guerrero alcanzó, al igual que sus contemporáneos más célebres, la gloria. Aunque, eso sí, de manera muy distinta. Conozcamos su historia, que es también la nuestra.
Un halo de misterio rodea la infancia y juventud de Gonzalo Guerrero, aunque es seguro que nace y crece a la vera del río Tinto, en Huelva. El cronista Bernal Díaz del Castillo afirma que es «natural de Palos de la Frontera», villa cercana al del monasterio de La Rábida, donde Cristóbal Colón preparó su viaje a América. Hernán Cortés y Francisco Pizarro también recalaron en él, tras sus respectivas conquistas. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo afirma, en cambio, que Guerrero era natural del condado de Niebla, cuya villa principal queda unos kilómetros río arriba, partiendo desde Palos.
El río Tinto, en Huelva, donde se cree que nació y pasó su infancia Gonzalo Guerrero. Foto: Shutterstock.
En todo caso, Gonzalo Guerrero crece admirando las aguas rojizas, color sangre, del río Tinto, el único río de todos cuantos ha conocido en que no nada pez alguno. A su llegada a las Indias recuerda a menudo, cada vez que contempla los vastísimos y riquísimos ríos y lagunas de Yucatán, el río que le vio nacer, tan distinto a los de su nuevo hogar. La paradisíaca bahía de Cozumel, el exuberante río Hondo…, sí, sin duda son muy distintos a su río Tinto natal, como lo es también su vida maya respecto a su vida en Castilla. Su existencia es un continuo espejo de contrastes.
Embarcado hacia el Nuevo Mundo
Algunos cronistas dicen que Guerrero estuvo presente en la toma de Granada por los Reyes Católicos, otros que partió junto a Gonzalo Fernández de Córdoba a Italia. Lo que sí es cierto es que Gonzalo Guerrero embarca rumbo a América en algún momento de la primera década del siglo XVI.
Situémonos, ahora sí, en el 15 de agosto del año de Nuestro Señor de 1511. Una nao española parte del Darién cargada con oro y algunos esclavos con rumbo a La Española. En ella viaja Juan de Valdivia, capitán del gobernador del Darién y Núñez de Balboa, el futuro descubridor del mar del Sur. Junto a él viajan Gonzalo Guerrero y otros conquistadores que tienen asuntos pendientes en Santo Domingo. La mar está en calma y tripulantes y marineros disfrutan del viaje, lejos de las incomodidades de la selva y de los pantanos del Darién.
«Esta vida nuestra parece irreal» suelta melancólico Gonzalo Guerrero a uno de sus compañeros, mientras observan cómo la bruma y la noche se confunden hasta ocultar todo a su alrededor. Apenas ven nada a un metro de distancia. Avanzan casi a tientas por la cubierta hacia el palo mayor. Gonzalo se tropieza con una de las sogas de cáñamo, trastabilla, pero se mantiene en pie. Ambos se reclinan, pensativos, sobre la mayor.
—Jerónimo, piénsalo. Tú eres de Écija, yo de Niebla, somos de secano, nada nos predestinaba a una vida así. Y, en cambio, aquí estamos, en medio del mar Caribe —reflexiona Guerrero.
—Y once horas hace ya que zarpamos del Darién, la región más inhóspita de las Indias, tan distinta a la que partimos. Yo también lo pienso a menudo —cavila Jerónimo de Aguilar.
Retrato de Vasco Núñez de Balboa. Foto: ASC.
—Ayer el sol abrasador nos cocía en las chozas del Darién y hoy estamos a merced de un mar infinito.
Y así, se sucede un día, y otro. Cada noche el reflejo de la luna envuelve la nao, y cada mañana el viento afloja, el cielo se abre y empiezan a brillar por cubierta tímidos rayos de luz que calientan los músculos cansados de los marineros de guardia. Hasta que la calma estalla por los aires al tercer día de navegación. Primero, el silbido del viento, cada vez más poderoso, alerta a la tripulación. Después, la madre de todas las tormentas les envuelve frente a las costas de Jamaica.
En cuestión de minutos olas enormes bañan la cubierta, vientos huracanados azotan las velas y flagelan los mástiles. Y, de repente, el peor augurio para un hombre de mar: decenas de peces voladores caen sobre la cubierta de la nao, desorientados. Al poco, un ruido atronador que se expande desde la quilla quiebra los corazones de todos los tripulantes. Sí, han encallado. La nao en la que viajan Gonzalo Guerrero, Jerónimo de Aguilar y Juan de Valdivia embarranca con violencia e irremediablemente se hunde «con su oro y con sus nuevas en unos bajos que se llaman Las Víboras», según Bartolomé de las Casas.
Solamente unos pocos hombres consiguen ponerse a salvo a bordo de un batel, sin provisiones, apenas con lo puesto. El viento les arrastra hasta mar adentro, sin que ninguno de ellos pueda hacer nada para evitarlo. El mar está tan bravío que de nada sirve remar hacia las costas de Jamaica. Durante días surcan las aguas del mar Caribe, bajo el inclemente sol de agosto, sin agua, sin comida.
Tan desesperados están que, como afirma Cervantes de Salazar en su Crónica de la Nueva España, «vinieron a tan gran necesidad que bebían lo que orinaban». Jerónimo, Guerrero y los pocos compañeros que todavía conservan algo de fuerzas echan por la borda, uno tras otro, a los compañeros que van muriendo a lo largo de esos trece días de infausto recuerdo, hasta que solo quedan ocho.
Ocho valientes, sí, pero tan exhaustos que ninguno de ellos se percata de que la costa de Yucatán ya se percibe en el horizonte. No se dan cuenta hasta que encallan en la playa. Demasiado tarde. La silueta de la pequeña embarcación no ha pasado inadvertida para los indios cocomes, que les esperan agazapados en la maleza, a unos pocos metros de la playa. Es entonces cuando, «saltando de la barca los que quedaron vivos, toparon luego con indios, uno de los cuales con una macana hendió la cabeza a uno de los nuestros». Los náufragos apenas se defienden, les tiemblan las manos, las piernas, todo el cuerpo. Los mayas cocomes ejecutan vilmente y sin mediar palabra a uno, a dos, a tres, a cuatro de los suyos. Perdonan la vida a cuatro españoles, los que no han intentado ni siquiera alzar la mano contra sus agresores, de tan débiles como están.
Sitio arqueológico de Labna, en Yucatán, centro ceremomonial de la civilización maya. Foto: Shutterstock.
Son los primeros castellanos en pisar tierras yucatecas. Por primera vez, un puñado de europeos contemplan, frente a frente, el rostro de los descendientes de una de las civilizaciones más antiguas y avanzadas de la América precolombina. Mayas y españoles, cara a cara. Los primeros, curiosos y desafiantes; los segundos, desconcertados y vencidos. Apresados, son conducidos como esclavos al poblado principal de los mayas cocomes, y encerrados en jaulas levantadas a base de resistentes barrotes de madera. Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero comparten celda y desesperación.
—Debemos salir de aquí esta misma noche o acabaremos siendo devorados por estos bastardos caníbales —afirma Aguilar, con el semblante contraído por el horror.
—Le sacaron el corazón allí mismo al capitán Valdivia. Qué será de nosotros… —se lamenta, turbado, Guerrero.
—Gonzalo, reacciona: ¡debemos huir esta misma noche! No me han arrebatado la navaja que guardo en los calzones. Con ella podremos salir de aquí.
—Pardiez, ¡qué grande eres, Aguilar! Esta noche, mientras los salvajes duerman, saldremos de aquí, liberaremos a los demás y escaparemos lo más rápido y lejos posible —propone Guerrero, mientras abraza fraternalmente a Jerónimo.
Y así sucede, tal y como había anunciado Guerrero. Los supervivientes del encuentro con los violentos cocomes escapan a medianoche. Se adentran primero en la selva como alma que lleva el diablo y, cuando están a más de tres horas de distancia se dirigen hacia el este, hacia donde nace el sol, en busca de la costa. Quizá así podrían encontrar de nuevo la barca que les había traído hasta allí, toparse con alguna nave española o, en el peor de los casos, construir una barcaza que les permitiera deshacer el camino hacia La Española. Todos son del parecer que es preferible morir en alta mar a hacerlo en manos de salvajes.
Es entonces cuando son sorprendidos en un riacho, al claro de luna, por una partida de indios tutul xiúes, que les apresan de nuevo. Con el tiempo, sabrán que han sido capturados por los enemigos acérrimos de los cocomes. En ese momento solo atisban a comprender que dos son los líderes de la comunidad, el cacique Taxmar y Teohom, el jefe religioso. Los cuatro desdichados pasan al servicio de este último, que les hace trabajar hasta la extenuación. Desde cavar en los maizales durante horas, sin apenas agua ni comida, hasta, como relata Díaz del Castillo, que compartió aventuras y desventuras con Aguilar durante años:
«[…] traer a cuestas la leña, agua y pescado y estos trabajos sufríalos Aguilar con alegre rostro por asegurar la vida, que tan amada es. Naturalmente estaba tan subjecto y obedescía con tanta humildad, que no solo con presteza hacía lo que su señor le mandaba, […] tanto, que aunque estuviese comiendo, si le mandaban algo, dexaba de comer por hacer el mandado».
Sitio arqueológico de Uxmal, en Yucatán, una de las joyas de la arquitectura maya. Foto: Shutterstock.
Así pasan los años, entre penalidades y sufrimientos, trabajando hasta la extenuación durante horas, de día y de noche, hasta que solo dos de ellos sobreviven: Aguilar y Guerrero. La amistad entre ambos se forja a hierro durante aquellos tres años de cautiverio, en los que su suerte cambia poco a poco… gracias a la guerra.
El cacique Taxmar les reclama para la guerra contra los cocomes, y ambos se lanzan a la lucha contra los crueles asesinos de sus cuatro compañeros. Aguilar, y sobre todo Guerrero, luchan mejor que cualquier maya. Taxmar no da crédito: tienen unas habilidades militares asombrosas. Sin dudarlo, les convierte en sus consejeros militares y ordena a Guerrero que entrene a sus hombres en las tácticas de guerra de los castellanos. Gonzalo les enseña a construir empalizadas y baluartes a la manera europea y a combatir de manera ordenada, en formación cerrada, al modo de los tercios que tan bien conocía el de Niebla.
Los mayas cocomes, «los del linaje de la paloma torcaz», eran conocidos por ser una de las tribus mayas más aguerridas, de las que más oposición ofrecieron a los conquistadores. Foto: ASC.
Los caminos de Aguilar y Guerrero se separan irreversiblemente en 1514. A ambos les aguardan destinos opuestos. Mientras Aguilar permanece junto a los tutul xiúes, Gonzalo es entregado por Taxmar a Na Chan Can, cacique de los mayas cheles, su más íntimo aliado. Los cheles ocupan la impresionante y bellísima bahía de Chetumal y, junto a ellos, Guerrero emprende un camino iniciático que le llevará a convertirse en un maya más.
Desde su llegada, Guerrero pasa a formar parte de la guardia personal de Balam, el jefe militar. Ambos se admiran y se tratan con un profundo respeto. De hecho, la fama de Gonzalo como soldado es bien conocida por los mayas cheles antes incluso de su llegada, pero Guerrero hace honor a su enorme prestigio y gana rapidísimamente notoriedad entre ellos. Batalla tras batalla, el español no solo demuestra su enorme valor, sino que sus consejos sobre estrategia y táctica militar les llevan hasta la victoria una y otra vez.
Es en una de las muchas incursiones militares cuando Gonzalo gana su propia libertad. Están vadeando un río cuando, de repente, un enorme caimán se abalanza sobre Balam. Gonzalo reacciona raudo, lanzándose sobre el animal e inmovilizándolo, mientras los demás guerreros consiguen aupar a Balam y trasladarlo a tierra firme. El esclavo español acaba de salvar heroicamente de la muerte a su jefe. Balam, agradecido, le concede la libertad. Y es entonces cuando Gonzalo decide quedarse, permanecer con ellos como un igual, convertirse en un maya más.
Monumento a Gonzalo Guerrero en Mérida, Yucatán, vestido, peinado y tatuado como maya, pero aún barbado. Foto: Shutterstock.
Docto en el arte de guerrear de mayas y europeos, su prestigio es tal que Na Chan Can acepta que tome como esposa a una de sus hijas, con la que tiene varios hijos, los primeros mestizos de tierras mexicanas. Es entonces cuando Gonzalo renuncia, de manera plenamente consciente, a sus orígenes y a su religión. Se perfora las orejas, la nariz y los labios y decide vestirse con pinturas y ornamentos típicos de un líder militar maya. Como un gran guerrero maya, sí, porque así se siente. ¿Traidor, renegado?, ¿se asimila por simple capacidad de supervivencia o acaso por un desmedido afán de justicia? Sea como sea, Gonzalo Guerrero tiene el profundo valor de sentir, de empatizar, de valorar, de estimar a sus antiguos captores y de obrar en consecuencia.
Líder militar maya
En 1517 Gonzalo es ya líder militar indiscutible de los mayas de la región de Chetumal. Así que cuando las naves de Hernández de Córdoba se perfilan en el horizonte, Guerrero prepara a los suyos para la resistencia. Les enseña a no temer a los caballos, les instruye acerca de cómo atacar a sus compatriotas, les explica que tras los disparos de arcabuz es el momento de atacar, ya que la recarga de las armas de fuego es lenta, les indica los puntos vitales del cuerpo que no protegen las armaduras europeas.
Hernández de Córdoba y los conquistadores españoles de su expedición no creen lo que ven: jamás unos nativos han luchado así, como europeos, sin temerles, bajo una aparente estrategia militar perfectamente orquestada. Tal es el éxito de los mayas de Guerrero que Hernández renuncia a la conquista del Yucatán. Apenas un año más tarde, en 1518, es la expedición militar de Juan de Grijalva la que fracasa ante la resistencia de los mayas comandados por Gonzalo.
Francisco Hernández de Córdoba. Foto: Prisma.
Unos meses más tarde, concretamente el 6 de marzo de 1519, se da uno de los acontecimientos más importantes, aunque apenas recordado, de la historia de México. Y tiene por protagonistas a Guerrero, a Aguilar y al futuro conquistador del Imperio azteca. Esa mañana la expedición de Hernán Cortés desembarca en la isla de Cozumel y algunos indios de la zona les hacen saber, por señas y ayudándose de unas pocas palabras que habían escuchado de Aguilar y Guerrero, de la existencia de los dos náufragos castellanos. Cortés manda entonces llamar a los principales caciques de la isla, y tal y como relata Bernal Díaz del Castillo, testigo de los hechos:
«Y con Melchorejo, el de la punta de Cotoche, que entendía ya poca cosa de la lengua de Castilla, y sabía muy bien la de Cozumel, se lo preguntó a todos los principales. Y todos a una dijeron que habían conocido ciertos españoles, y daban señas dellos, y que en la tierra adentro, andadura de dos soles, estaban, y los tenían por esclavos unos caciques, y que allí, en Cozumel, había indios mercaderes que les vieron hacía pocos días».
Cortés, dando gracias a Dios por la buena nueva, escribe rápidamente una carta dirigida a los españoles y se la entrega a los indios, colmándoles de cuentas y regalos y prometiéndoles más si entregaban la carta a los españoles. Cortés confía en que su plan salga bien. Si la misiva llega a sus compatriotas, dispondrá de un arma estratégica importantísima: la información es oro y disponer de algún intérprete que, además conozca a la perfección la cultura, las costumbres y la manera de luchar de los indios, sin duda le resultará más útil que cien arcabuceros de refuerzo.
Los indios, ansiosos por hacerse con los exóticos regalos que les han prometido los barbudos llegados de allende los mares, recorren en solo dos días las leguas que les separan de la aldea en que vive Jerónimo de Aguilar y le hacen entrega de la carta. Jerónimo recibe la misiva, cada vez más henchido de orgullo por su patria y por los suyos a medida que lee las líneas de Cortés. Sí, no se equivocaba. Se ha mantenido fiel a los suyos y a su fe y, al fin, ha llegado su recompensa. Aguilar lee por segunda vez la carta:
«Señores y hermanos: aquí, en Cozumel, he sabido que estáis en poder de un cacique detenidos y os pido por merced que luego os vengáis aquí, a Cozumel, que para ello envío un navío con soldados, si los hubiéseis menester y rescate para dar a esos indios con quien estáis; y lleva el navío de plazo ocho días para os aguardar. Veníos con toda brevedad; de mí seréis bien mirados y aprovechados. Yo quedo en esta isla con quinientos soldados y once navíos; en ellos voy, mediante Dios, la vía de un pueblo que se dice Tabasco o Potonchán».
Una aldea embera en Chagres, Panamá, situada a lo largo del río, en la selva del Darién. Foto: Shutterstock.
Aguilar, eufórico, consigue la libertad del cacique que le mantiene preso. No conviene enemistarse con los poderosísimos hombres llegados del este, piensa el maya, y además se da por satisfecho con el rescate recibido por los españoles a cambio de su esclavo. Aguilar se apresura entonces en llegar hasta Gonzalo Guerrero. Le quedan seis días y necesita dos para llegar hasta donde le espera Cortés, así que el tiempo apremia. Y por fin, tras años sin verse, Guerrero y Aguilar se abrazan fraternalmente, entre alguna que otra lágrima.
—Temía no volverte a ver —le confiesa Guerrero a Aguilar, emocionado.
—¿Acaso me crees tan débil? —ríe a carcajadas Aguilar.
—No es eso, hermano. Yo aquí soy un soldado más, y cualquier día me puede devenir la muerte. Al menos hago honor a mi apellido, sea en Castilla o aquí —sonríe Guerrero.
—Gonzalo, recibí una carta de un capitán español, Hernán Cortés. Arribó hace unos pocos días a estas costas con quinientos soldados y nos reclama. ¡Por fin podemos volver con los nuestros, alabado sea Dios! —afirma emocionado Aguilar, mientras le tiende la carta de Cortés.
Grabado de Hernán CortésUwe Zänker / iStock
A Gonzalo se le ofusca el semblante mientras lee la carta de Cortés y afirma, decidido: «Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; íos vos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. ¿Qué dirán de mí desque me vean esos españoles ir desta manera? E ya veis estos mis hijitos cuán bonicos son».
—Eso sí —continúa Guerrero—, aceptaré esas cuentas que traes como regalo de mi patria, y se las enseñaré a mis hijos. Les encantarán… les contaré que nos la envían los hermanos de mi tierra.
Se inicia entonces una acalorada discusión entre ambos. Aguilar no da crédito… ¿Cómo un soldado castellano, un cristiano, puede renegar de su fe y de los suyos? «Gonzalo, hermano, ¡no pierdas el alma por una india! Y si por tu familia lo haces… ¡Pardiez, que se vengan con nosotros! Bien sabes que tu mujer e hijos serán bien recibidos entre los nuestros», brama Aguilar.
Es entonces cuando Zazil Há, la mujer de Guerrero, se interpone entre ambos, encarándose a Aguilar. Los indios guías, con los que ha llegado Aguilar, le han explicado las intenciones del español y no cabe en sí de rabia. Sin duda, la noble maya es una mujer de armas tomar y ha heredado de su padre, el orgulloso Na Chan Can, el carácter osado de su linaje. «¡Mira con qué viene este esclavo a llamar a mi marido; íos vos y no curéis de más pláticas!» le grita a Jerónimo de Aguilar.
Mural prehispánico de Bonampak, en Chiapas. Estos son las pinturas más significativas de la cultura maya y representan escenas de celebración, ascenso al trono y guerras. Foto: ASC.
Aguilar abandona el poblado de Gonzalo, cabizbajo. Soñaba con volver entre cristianos, junto a Gonzalo. Pero su amigo es ya más maya que español. Él es, a la postre, el único que retornará de entre todos los compañeros de la malograda expedición que les convirtió en náufragos y esclavos en tierras mayas. Lo que Aguilar desconoce entonces es que se convertirá en uno de los principales lugartenientes de Cortés y que, en buena parte gracias a él y a la Malinche, los suyos derrotarán al poderosísimo Imperio azteca. Pero eso ya es otra historia.
Volvamos, pues, a Gonzalo Guerrero. Tras la partida de Aguilar junto a Cortés, Gonzalo recibe año tras año información sobre los avances españoles en el norte, incluida la caída de Tenochtitlán. Sabe que tarde o temprano sus compatriotas volverán a Yucatán y entonces deberán estar preparados para enfrentarles. Durante los siguientes años se dedica a guerrear contra los enemigos de los mayas cheles, acrecentando más si cabe su prestigio entre los guerreros mayas, enseñando a los suyos a luchar contra los castellanos. «Algún día volverán, y debemos estar preparados», le recuerda a menudo a Na Chan Can.
Ese día llegó en el año del Señor de 1527, ocho años después de su último encuentro con Aguilar. Es noche cerrada en la selva yucateca, solo se perciben los sonidos de alguna que otra ave. De repente, entre el canto de los loros, le parece oír que alguien grita su nombre. Se ha desvelado, sin duda. ¿O acaso será el mítico pájaro Toh del que hablan los caciques? No, ahora ya no hay duda…, ha vuelto a escuchar su nombre. Sale a tientas de su choza y se encuentra ante sí a un indio que ya conoce, de ocho años atrás.
Jerónimo Aguilar frente a Hernán Cortés después de haber sido esclavo de los mayas 8 años. Foto: Alamy.
El día que tanto temía ha llegado. Sus compatriotas han vuelto. Busca un claro de luna y lee, con pesar, la carta que le envía el adelantado Francisco de Montejo. En ella le exhorta a abandonar a los mayas y a unirse a su expedición, que tiene como objetivo último conquistar Yucatán. Montejo y los suyos aceptan, faltaría más, a su mujer e hijos entre ellos y le promete honor y el más alto cargo militar, de aceptar unirse a ellos. Gonzalo, con un tizón, responde en el reverso: «Estimado, no soy más que un esclavo entre mayas, así que me es imposible romper con ellos y unirme a vuestra expedición. Pero usted, al igual que todos los españoles, me pueden considerar un fiel amigo».
—Entrégale de nuevo esta carta a los castellanos, pero no tengas prisa en llegar. Sabrán esperar mi respuesta —le ordena Gonzalo al indio mensajero que le hizo entrega de la misiva.
Al alba, Gonzalo se reúne primero con Na Chan Can y luego con los más insignes guerreros cheles del poblado.
—Los castellanos vuelven, y esta vez no están de paso. Vienen para quedarse —les informa Gonzalo.
Un murmullo de preocupación se extiende entre los soldados. Na Chan Can les conmina a guardar silencio.
—Continúa —le ordena a Guerrero.
—Todos sabéis que ayer me hicieron llegar una carta. Se me informaba que pretenden conquistar estas tierras, y son cientos de hombres perfectamente adiestrados en la guerra. Ya los conocéis, yo era uno de ellos: son valientes y experimentados soldados que han abandonado su tierra y a sus familias, por lo que nada tienen que perder y sí mucho que ganar…
Mapa de las provincias del Yucatán. Foto: ASC.
—¿Qué haremos? —le interrumpe uno de los capitanes mayas.
—Luchar, como os he enseñado a lo largo de estos años. Pero mejor que hasta ahora. Y debéis saber que moriremos muchos. Es el precio que debemos pagar por nuestra libertad —afirma con convicción Gonzalo, mientras los vítores que le dedican sus capitanes interrumpen su discurso. «Quizá, solo quizá, consigamos frenarles», se lamenta para sí Gonzalo Guerrero, entre la euforia de sus capitanes mayas.
Francisco de Montejo, ante la negativa de Gonzalo, decide atacar Chetumal, corazón de los mayas cheles. El adelantado español sabe que la información es oro. De hecho, bien lo saben todos, hasta el último soldado español. Les ha quedado guardado a fuego desde Cortés, Aguilar y la Malinche. Y teme, con razón, que Gonzalo Guerrero se convierta en el caballo de Troya enemigo, en el reflejo opuesto de Aguilar, de la Malinche. Y no se equivoca.
Tras fundar un asentamiento al que bautiza como Salamanca, en honor a su ciudad natal, Montejo divide a su ejército. Mientras él se dirige hacia Chetumal con unos doscientos soldados a bordo de cuatro navíos, su lugarteniente, Alonso de Ávila, hace lo propio por tierra con ciento cincuenta infantes y dieciséis soldados a caballo. Las órdenes son claras: ambas partidas deben avanzar lo más rápidamente posible, reunirse en la bahía de Chetumal y sitiar la ciudad.
Gonzalo Guerrero, mientras tanto, urde un plan para frenar a sus compatriotas sin exponer a miles de mayas a la muerte: envía un emisario a Alonso Dávila con el mensaje de que Montejo ha fallecido en el viaje, y en el que se informa que la armada del adelantado se había dirigido a puerto, hacia Salamanca. Lo mismo hizo con Francisco de Montejo, al informarle que las huestes de Alonso de Ávila habían sido aniquiladas en una cruel emboscada. Ambos, adelantado y lugarteniente, abandonan el plan inicial y vuelven, engañados, al fortín de Salamanca.
La humillación y rabia de Ávila y Montejo son mayúsculas e impulsan a los españoles a avanzar en la conquista de la península. Se dirigen entonces a Tabasco, donde fundan la villa de Santa María de la Victoria. Pero, de nuevo, Gonzalo Guerrero organiza un levantamiento general contra los intrusos, una temible guerra de guerrillas que obliga a los españoles a refugiarse intramuros, acorralados durante meses.
En 1531 las tropas españolas se dirigen de nuevo hacia Chetumal, pero Gonzalo ha fortificado la ciudad y ha conseguido crear un ejército mucho más organizado y entrenado, que sabe cómo enfrentarse más eficazmente a los castellanos. Los mayas han construido fuertes en los principales caminos de acceso a la ciudad, así como torres, empalizadas y fosas que protegen el perímetro de Chetumal. A ello se le suma una nueva sublevación general maya, una nueva guerra de guerrillas que hace desistir a los hispanos de su objetivo. Jamás los españoles han encontrado a indios que se les enfrentan utilizando técnicas y estrategias europeas. Gonzalo Guerrero se convierte entonces en peor que el enemigo, mucho peor que los indios. «Esto es obra del maldito hereje, el apátrida, el traidor ha enseñado a los bárbaros a luchar como castellanos», se escucha sin cesar en los campamentos españoles.
De nuevo, Chetumal se ha salvado. Gonzalo Guerrero es, indiscutiblemente, el principal líder militar de los mayas. Héroe para unos; traidor, idólatra salvaje, el peor de los enemigos para otros.
A mediados de julio de 1536 Gonzalo Guerrero abraza por última vez a su amada Zazil Há y a sus tres hijos.
—Que Itzamná y Ak Kin, dioses del cielo y del sol, te protejan, padre —le dice el más pequeño.
—Recuerda, si sobrevives, que aquí seguiré —le susurra Zazil Há entre suspiros de pesar.
Días atrás, Gonzalo recibió el llamado de auxilio del cacique Cicumba, uno de los más distinguidos líderes mayas de las Hibueras, en la actual Honduras: los españoles del gobernador Andrés de Cereceda están conquistando a sangre y fuego la región.
Recorriendo selvas, lagos y ríos, en una expedición que les lleva días, se reúne por fin con Cicumba a inicios de agosto. «Gracias por venir en nuestra ayuda», le agradece el cacique. Gonzalo Guerrero asume el mando de los hombres del cacique maya y prepara a sus hombres para la batalla, la última de su vida. Finalmente, el 14 de agosto de 1536, Gonzalo da la orden de ataque. Le siguen unas cincuenta canoas repletas de guerreros mayas. Al otro lado del río, esperándoles imperturbables, sus antiguos compatriotas.
Una lluvia de flechas y lanzas desde el lado maya, y de arcabuzazos y tiros de ballesta desde el lado español siegan el aire entre ambas huestes. Un arcabucero español apunta a un guerrero maya, el de más alto rango, el que va a la vanguardia del resto de canoas. Disparo al aire, pólvora quemada. Gonzalo siente un dolor abrasador en el pecho, se palpa y no ve más que sus manos completamente manchadas de sangre.
Tomados originalmente como una cultura pacífica, el arte y las inscripciones han demostrado que las ciudades mayas estaban en continuas luchas.
Con el último resuello de vida, contempla primero a sus hermanos mayas, que tratan de protegerlo de la lluvia de proyectiles, y luego a sus compatriotas españoles, impávidos, valientes. Se ve reflejado en ellos, años atrás, recorriendo las selvas del Darién arcabuz en mano. Recuerda la muerte de sus amigos, de uno y otro lado. A merced de las aguas del río, sobre las canoas, en la orilla, mire donde mire no ve más que cadáveres de amigos, de hermanos de uno y otro lado del mar.
La batalla, su última lid, fue dura, durísima. Así lo consigna el propio gobernador Andrés de Cereceda:
Arcabuceros y otras personas combatiendo la entrada o salida del albarrada al río y en la proa de la canoa una pica de artillería, que con lo uno y lo otro hizo tanto daño a los indios hasta que ellos, de su voluntad, se vinieron a dar a la obediencia y servicio de vuestra majestad. Dijo el cacique Cicumba como, antes que se diesen, con un tiro de arcabuz se había muerto un cristiano español que se llamaba Gonzalo que es el que andaba entre los indios en la provincia de Yucatán veinte años ha y más, que es este el que dicen que destruyó al adelantado Montejo. Y como lo de allá se despobló de cristianos, vino a ayudar a los de acá con una flota de cincuenta canoas para matar a los que aquí estábamos antes de la venida del adelantado […] Y andaba este español labrado el cuerpo y en hábito de indio.
Así murió el conquistador español que pasó de combatir, odiar y temer a los mayas a admirarlos. Tanto, que se convirtió en uno de ellos, en su principal líder militar. Olvidado y denostado entre sus compatriotas castellanos, jamás alcanzó la gloria con la que había soñado en su España natal. Perdón, me equivoco. Sí alcanzó, al fin, la gloria que tanto ansiaba, pero la alcanzó entre los mayas, entre los vencidos… Así murió Gonzalo Guerrero.