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Por Bryan Elliot ()
Nueva York.- Frank Caprio no era un juez cualquiera. Era el tipo de magistrado que prefería escuchar antes que condenar, que entendía que una multa de tráfico podía arruinar el mes de una familia humilde y que creía que la justicia, sin humanidad, era solo burocracia vestida de toga.
Por eso, cuando su familia anunció este miércoles que había fallecido a los 88 años tras una larga batalla contra el cáncer de páncreas, medio mundo sintió que perdía a un amigo.
Caprio no solo juzgaba: educaba, comprendía y, a menudo, perdonaba. En una era de tribunales impersonales y sentencias frías, él fue la excepción que confirmó la regla: que la ley puede tener corazón.
Su programa Caught in Providence —emitido durante más de dos décadas— lo convirtió en un fenómeno viral sin pretenderlo. Sus videos acumularon miles de millones de visitas en redes sociales, no porque mostraran dramas escandalosos, sino porque revelaban algo más insólito: jueces que sonreían, bromeaban con los acusados y a veces dejaban que los niños sentenciaran a sus padres desde el estrado.
Caprio desmontó el mito del juez severo e inaccesible. En su tribunal, un hombre que no podía pagar una multa porque ganaba 3,84 dólares la hora como bartender recibía una lección de empatía (y el perdón de la deuda), mientras el magistrado aprovechaba para pedir a la audiencia que «no huya sin pagar en los bares».
Su filosofía venía de abajo. Hijo de un inmigrante italiano que vendía fruta y leche en Providence, Caprio trabajó desde niño como limpiabotas y repartidor de periódicos. Esa experiencia lo llevó a entender que la vida no siempre da segundas oportunidades, pero un juez sí puede ofrecerlas.
«A veces puedes cambiar la vida de alguien solo poniendo tu mano en su hombro y diciéndole que crees en él», decía. Por eso, cuando un acusado explicaba que su hijo había muerto o que perdía el trabajo, Caprio no solo desestimaba la multa: le preguntaba cómo podía ayudarlo.
El sistema judicial estadounidense —donde el 90% de los ciudadanos de bajos ingresos enfrentan solos procesos legales— fue su gran crítica silenciosa. Caprio usó su fama para señalar que la justicia era un lujo para muchos, y por eso convertía su corte en un espacio accesible.
«La frase ‘libertad y justicia para todos’ representa la idea de que la justicia debería ser accessible para todos. Sin embargo, no lo es», declaró en uno de sus videos más célebres.
Hasta el final, mantuvo la fe en la bondad humana. Horas antes de morir, publicó un video desde el hospital pidiendo oraciones: «Soy un gran creyente en el poder de la plegaria. Creo que el Todopoderoso nos está mirando».
Su último mensaje fue de agradecimiento, no de lamento. Y el mundo respondió: miles de comentarios inundaron sus redes, desde exacusados a los que perdonó una multa hasta madres que le agradecían haber mostrado que la autoridad puede ser amable.
Frank Caprio no era perfecto. Pero fue necesario. En un mundo obsesionado con el castigo, él prefirió la redención. Y aunque su toga ya cuelgue en el armario de la historia, su legado sigue vivo: cada vez que un juez elige escuchar en vez de gritar, o comprender en lugar de condenar, ahí está él.
Como solía decir: «La justicia debe ser templada con humanidad». Y nadie lo hizo mejor.