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Por Jorge Fernández Era
La Habana.- Comienzo por el final. Algunos amigos, de buena fe, me piden haga la denuncia de lo que sucedió conmigo el viernes 18. Laide y yo nos dirigimos ese día, certificado de lesiones en mano, expedido en el hospital Miguel Enríquez, a la Unidad de la Policía de Diez de Octubre, donde se me dijo que la denuncia «no procede» porque los daños son «menores». Nada, que los moretones en el rostro, las costillas y la espalda son solo magullaciones colaterales: que alguien le diga al teniente coronel Yoán que para la próxima se esmere y me saque un ojo.
Para no quedarse atrás en materia de cinismo, el oficial al frente en Aguilera, ante mi emplazamiento sobre la carta blanca que se le da a los esbirros para golpearme cuando les venga en gana, me conminó a quejarme «en la Plaza de la Revolución».
No creo en la «justicia revolucionaria». Si de verdad existiera, la Fiscalía hubiera dado respuesta a mi reclamación por los casi dos años y medio que llevo esperando (el plazo es de uno) a que se cierre mi «complicado» caso de Desobediencia y se me supriman dos medidas cautelares que solo buscan eternizar mi ilegal situación y contar con patente de corso para desmanes y abusos. Otras instituciones, como el Consejo de Estado, violan la Ley de Quejas y hacen caso omiso a los anexos que hice desde julio de 2023.
Si el Departamento de Seguridad del Estado y la Policía bajo sus órdenes estampan un código «CR» a los «conduce» y «actas de advertencia», es con la anuencia o cumpliendo el mandato de un Gobierno que sigue dando la «orden de combate». Lo demás es creer que el ñame es malanga.
Al bajar de mi edificio a las 2:15 p.m. y dirigirme hacia los compañeros que me atendían en la calle Flores desde antes de las siete de la mañana, el seguroso Evelio me sugirió regresara a acompañar a mi esposa, pues «no había necesidad» de que me buscara un problema si insistía en moverme hacia el Parque Central. Pretendía que me mantuviera tranquilo en casa. «Si me dejan, lo haré. ¿Cuál es el miedo?». «Entonces monta».
En la Unidad de Zanja me tuvieron en calabozo junto a otros cinco detenidos por espacio de una hora, hasta ser trasladado hacia una habitación de alrededor de tres metros cuadrados con solo dos sillas, la mía sin espaldar. Hicieron presencia Yoán y su adlátere (que me perdone si lo ofendo).
Fueron muy cínicos, sí, al asegurar que yo me había dirigido a Zanja «por voluntad propia», porque (este fue mi aporte) la policía había establecido un servicio de taxi a domicilio para acercarme a Centro Habana. Hasta me enseñaron un video que lo demostraba (les rogué colgarlo en las redes; imagino no lo han hecho porque buscan quien le ponga música). La desvergüenza se multiplicó: estaban allí para «conocerme» y «ayudarme», ellos nada tenían que ver con los que me habían atendido antes.
En medio de la discusión, con la cobardía que emana de sus entrañas, el tal Yoán me cayó a pescozones en dos tandas mientras el otro me agarraba. El resto fue una no menos injuriosa sesión de tortura sicológica que incluyó la promesa de arrancarme los dientes uno a uno y la amenaza de «quitarme del camino» mediante «alimentos de la bodega contaminados, huecos en aceras y calles, automóviles desbocados…» y otros medios a su alcance que no atino a recordar por la efectividad de la golpiza.
A cada rato, y ante mi silencio ulterior —soporté una sarta de estupideces de quien se dice máster y ha cumplido gloriosas misiones en el extranjero—, los sicarios salían para que «lo pensara». Cada cierto tiempo se viraba uno hacia otro para decirle: «Aquí no ha pasado nada. ¿Verdad, Jorge, que esto va a quedar entre nosotros?».
Este «ciudadano en cuestión», que a mucha honra se apellida Fernández Era, tiene razones de sobra para endilgarles a sus captores el adjetivo de fascistas, entre ellas el desapego a la Constitución de la República y a la Ley de Proceso Penal, que establecen que nadie debe ser conducido a calabozo sin cometer delito, y que a los detenidos no puede negárseles el derecho a comunicarse con sus familiares o a algo tan humano como tomar agua. Uno no debe esperar de ellos «besitos», pero tampoco que establezcan una emulación socialista con sus compinches de la tiranía batistiana, pues para eso no murió tanta gente.
Parece que en la escuela donde estudiaron estos represores nadie les enseñó que Fidel —quien durante el juicio y en prisión no recibió vejamen físico alguno tras su alegato de defensa por calificar como turba de asesinos (que lo eran) a quienes ultimaron a sus compañeros—, en su discurso por el aniversario 40 de la PNR expresó que la Revolución «con orgullo puede afirmar que los mismos principios que aplicamos durante nuestra heroica guerra de liberación, donde jamás se puso un dedo encima de un hombre, en la hora del triunfo siguieron rigiendo ayer, hoy y siempre. Se supo respetar la integridad física del hombre como cosa sagrada, porque nos educamos en el odio y la repulsa al crimen y la tortura». Y agregó: «El guardián del orden interno no debe extralimitarse jamás en el uso de la fuerza necesaria indispensable para cumplir con su misión de guardar el orden».
Pero esos dos tipejos y sus jefes necesitan hacer de hombres. De ahí que me tengan en la mirilla y hayan enseñado sus fauces. Tendrán que matarme.