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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Hoy salí temprano de la casa. El sol aún no había aparecido por esa parte de Regla, donde lo espero cada mañana, mientras miro las tranquilas aguas de la bahía habanera e intento estirar todo lo posible el primer café, aunque no tanto como para permitir que se me enfríe.

Desperté temprano -así lo hago siempre-, y llamé a los chicos para que se prepararan para ir a la escuela. Herví dos huevos en un vetusto jarrito de aluminio, y cuando estuvieron, se los pelé y les dije que no se entretuvieran, que iba a caminar un poco.

No les comenté, pero necesito espantar los fantasmas. Los huevos eran los dos últimos que había en casa. En el frío no hay carne, tampoco pan. Queda una comida de arroz, recortada, y unos chícharos que no se ablandan y a los que no hay nada que echarles dentro para que no sepan a hierbas.

También hay una diminuta lata de sardinas en aceite, un pozuelito con poco más de una libra de azúcar blanca, y un potecito con sal. Nada más hay en casa para dos muchachos casi siempre hambrientos, un matrimonio que se desgasta trabajando, y un anciano con problemas estomacales que apenas se puede mover de la cama.

El salario de mi esposa expiró a los tres días. El mío duró una semana. El retiro del suegro apenas dio para comprar sus medicinas. No todas, porque todas necesitarían como cinco pensiones. Solo compramos las más importantes y se las dosificamos, cada vez menos, aguardando que sus males también se vayan contrayendo.

A buscar paciencia

En esas cosas pensaba cuando salí a la calle. Eché a andar contrariado hasta la avenida del puerto y luego torcí hacia la Lonja del Comercio. Unos jóvenes caminaban abrazados por el otro lado de la calle, en sentido contrario. Tal vez no habían dormido en toda la noche.

Más adelante, un anciano pinchaba latas de aluminio vacías con un palito con una puntilla en la punta, en tanto silbaba un bolero antiquísimo. Parece feliz, pero huele mal. Cuando paso por su lado siento el hedor agreste del sudor de días que emanan su cuerpo y sus ropas sucias.

Me pide un cigarrillo, y le digo que no fumo. Y sigo. Unos pasos después me detengo y le hago una oferta. Le prometo comprarle una caja de cigarros, si me enseña a tener paciencia o al menos a no tener preocupaciones. Me dice que es fácil, pero que primero los cigarros.

Le digo que espere un momento, que iré a buscarla. Y mientras regreso, de prisa, a casa, él se sienta en un muro y sigue silbando su bolero. Casi a una cuadra, entre el ruido de algunos autos que pasan en ambos sentidos, siento el silbido, tenue, tranquilo, como un lamento roto, pero en calma.

Entré y tomé una de las cajas de cigarrillos que llevaban meses en una gaveta de un mueble en la cocina. Respondí a una pregunta de uno de mis hijos, cerré la puerta y regresé a paso apurado donde el hombre que recogía latas de aluminio en la calle.

La paciencia no se compra

Me estrechó la mano cuando le di los cigarros. Los escondió en el bolsillo luego de mirar a un lado u otro, como para cerciorarse de que los había puesto allí sin que nadie lo viera. Comenzaba a amanecer y me invitó a alejarme de la parte por donde transitaban las personas en aquella acera, habitualmente limpia.

Me dijo que había sido marinero, que había navegado por todos los mares del mundo y que tuvo novias en Japón, en Rotterdam, en Buenos Aires y en muchos lugares más, porque no siempre fue el negro viejo que veo ahora, sino un moreno fuerte, musculoso, que engatusaba a cualquiera.

Me confesó que las mujeres se volvían locas por él, que algunas querían que se casara y se quedara allá, en aquel país, pero no lo hizo porque en Cuba tenía a la madre y a un hermano inválido, y que el momento más feliz de su vida era ver cómo su hermano lo recibía, cuando llegaba de viajes cargado de cosas que en Cuba no había.

Trabajó hasta 1996. Para entonces ya no había barcos. No tenía contactos con tripulaciones de otros países y se quedó en tierra. Se fue a hacer guardias de noche y a cuidar de su madre y su hermano. Hasta que llegó el Covid y se los llevó a los dos, y casi hasta a él.

Dice que se volvió loco, porque había perdido, en dos días, a todo lo que quería en la vida. Y entonces dejó de trabajar. Solo caminaba y caminaba porque necesitaba paz, necesitaba paciencia, pero se dio cuenta de que era imposible comprarla.

Alucinaciones

Me confesó que pasó hambre. Un hambre atroz, y que alucinó muchas veces con la comida, con un potaje de frijoles, unas costillas de cerdo o un bistec de res con mucha cebolla. Ese día olvidó dónde estaba su casa y no lo recordó nunca más. Y entonces se quedó en la calle, recogiendo latas para venderlas y fumar.

Nunca antes fumó, dice, y aclara que en su casa nadie fumaba, que su madre era dura con eso y no lo permitía. Pero el hambre lo llevó a fumar, a fumar siempre de noche, mientras recogía latas por todas las calles de La Habana Vieja, para venderlas a la mañana siguiente y luego irse a dormir a un parqueo, en el piso, a veces entre perros vagabundos.

Una noche le dieron unas fiebres altísimas y pensó que moría. Tenía unos pesos en un bolsillo de unas latas que había vendido y le dijo a uno que parqueaba bicitaxis que si moría, tomara el dinero y llevara el cuerpo hasta el cementerio de Colón. Pero el hombre lo llevó a su casa, lo bañó y lo curó.

Por primera vez en dos años durmió en una cama, tomó una sopa clara pero deliciosa y volvió a sentirse persona, pero al otro día se tuvo que ir. Se sentía mejor, se despidió, puso los billetes encima de una mesa y salió sin mirar atrás, y no vio jamás a aquel hombre, que le dio, además, las ropas que ahora llevaba puestas.

Allí estuve un rato, sentado a su diestra para que el aire fresco del mar, la brisa matutina, se llevara su olor al otro lado y no me lo lanzara arriba. Aquel hombre me daba lástima, me inspiraba compasión. Me cambió unos cigarros por una explicación que olvidó y ya ni lo recordaba.

Las mejores lecciones

Aquel hombre se aferró siempre a la vida, a pesar de todo. Esa fue la primera lección que aprendí mientras lo escuchaba. Y era un hombre fuerte, porque soportó la muerte de la madre y el hermano y vivió. Tal vez su cerebro bloqueó cosas en él para no ahondar en su sufrimiento.

También aprendí que se puede vivir en soledad, sin casa, casi sin comida, sin nadie que se ocupe de uno, y pensé que eso es lo que busca el gobierno, que todos seamos como aquel hombre que recoge latas, que pasa toda la noche despierto y que solo se preocupa por comprar cigarros.

Un hombre no necesita tanto, me dije cuando le di la mano y me marché a seguir mi caminata hasta La Coubre. Tal vez con la mitad de lo que come Manuel Marrero, o con un tercio -incluso hasta un décimo- podría vivir aquel hombre. No necesita tanto para ser feliz.

¿Por qué unos tienen tantos bienes y comodidades y otros no tienen nada? ¿Por qué unos se conforman con ir libres por ahí, sin importarles la política, las leyes, las reglas más elementales, y otros pretenden acapararlo todo, controlarlo todo e imponer siempre su voluntad?

Mientras pensaba en eso, me acordé de Demócrito:: «las leyes de los hombres se pueden violar, pero no las de la naturaleza», decía. En Cuba es al revés, pensé de pronto. Y no trates de comprar paciencia, me dije, porque hasta eso puede ser un delito.

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