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Por Albert Fonse
Cuba fue pionera. En 1837, cuando América Latina apenas soñaba con el progreso industrial, se convierte en el primer país hispanoamericano en tener ferrocarril. El trayecto entre La Habana y Bejucal marca el inicio de una era moderna, donde la innovación avanza incluso bajo dominio colonial. Las locomotoras llegan desde Inglaterra, y su silbato anuncia más que un tren: anuncia a una nación que se pone en marcha.
El ferrocarril no era un lujo, sino una necesidad. En una isla cuya economía dependía del azúcar, transportar el azúcar desde los ingenios hasta los puertos exigía velocidad y eficiencia. Así, el tren se convirtió en columna vertebral del desarrollo, financiado por capital privado y sostenido por la combinación de tecnología extranjera y talento cubano. La red creció junto a la industria azucarera, pero pronto se expandió al transporte de pasajeros, conectando regiones, familias y sueños.
Con la llegada de la República en 1902, el ferrocarril alcanzó su máximo esplendor. Cuba superó los 12 mil kilómetros de vías férreas, una red extensa que atravesaba montañas, llanuras y ciudades. Empresas como los Ferrocarriles Consolidados de Cuba y los Ferrocarriles Unidos de La Habana ofrecían servicios comparables a los de Europa. Las estaciones se convirtieron en centros sociales, y los trenes, en motores de una economía vibrante. Se importaban locomotoras diésel y eléctricas de Estados Unidos, mientras talleres nacionales en Camagüey, Cárdenas y Casablanca reparaban y fabricaban piezas con maestría local.
El tren no solo transportaba caña o mercancías; transportaba modernidad. El turista que desembarcaba en La Habana podía viajar con comodidad hasta Santiago, y el trabajador del campo accedía a las ciudades. Era símbolo de una nación que avanzaba sobre rieles y voluntad.
No se trata solo de trenes interprovinciales. En los años 50, La Habana tenía trenes eléctricos, tranvías y una moderna red de ómnibus. Hoy no queda nada. El régimen desmantela el transporte eléctrico urbano, elimina los tranvías y condena a millones de cubanos a caminar, hacer dedo o esperar durante horas un camello destartalado. Donde antes había opciones, hoy hay desesperación.
Ese país ya no existe. Desde que la dictadura se instauró en 1959, el sistema ferroviario cubano, antes símbolo de progreso, se ha convertido en ruinas. La nacionalización eliminó la competencia y destruyó la eficiencia; los técnicos emigraron, las piezas escasearon y las locomotoras soviéticas resultaron incompatibles.
El mantenimiento fue sustituido por abandono y adoctrinamiento. Hoy, los trenes circulan en condiciones infrahumanas, con retrasos interminables y vagones destartalados que datan de la República, porque el régimen nunca pudo reemplazarlos. Las vías están corroídas, las estaciones son fantasmas, y el ferrocarril ha dejado de ser una opción viable. No fue un accidente: fue la revolución la que descarriló el tren, saqueando un legado que no supo construir ni preservar, y borrando la memoria de lo que Cuba logró sin ellos.