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Por Ulises Toirac ()
La Habana.- De chama soñé ser escritor. No creo que así exactamente. Un niño difícilmente defina que eso que lee (o le leen) hubo de escribirlo alguien. Pero en cuanto me di cuenta que Salgari era uno y Verne otro, que no contaban lo mismo Edmundo de Amicis que Jack London o Mark Twain, se empezó a dibujar la idea que aquello salía de una cabeza y llevaba tiempo.
Lo del tiempo se hizo más claro cuando me ponían de castigo copiar «Los Tres Cerditos» del Libro de Lecturas. «¡Mierda, como tuvo que escribir este tipo!» pensaba con la mano acalambrá.
Y escribí. Mi tonteria infantil escribí. Resulta atrayente explicarse sin la boca, convencer sin hablarlo, pero sobre todo, compartir con un espacio en blanco el sueño, lo que se imagina, y hacerlo de manera tal que ese espacio en blanco se llene con una cadena de oraciones coherentes, que muestren en la medida que se avanza, ese sueño, ese pensamiento.
Me educaron así. Valorando mi entusiasmo por la literatura. Ya he contado que iba a la playa con un libraco de la serie «Huracán». Cuando los muchachos de mi edad ya sabían de la sensación que deja en las manos y el deseo, tocar unos senos, yo (que ni de lejos lo había probado) podía darles una disertación de grandes libros que sin mencionar las tetas, habían movido los corazones de la humanidad durante muchos años.
Nos hemos ido olvidando de eso. No de las tetas versus la literatura, sino… O quizás sí. Quizás sea eso exactamente lo que sucede en cada esfera: vamos a las tetas olvidando el resto.
Quedando más miserables en la medida que lo que embellece la vida se hace más postergable. Menos urgente, menos vital. Calmando primarios, olvidamos lo que nos distingue del resto de los animales.