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En el Cementerio Nacional de Arlington, entre miles de tumbas idénticas, hay una que nadie puede visitar. No por respeto… sino por peligro.
Pertenece a Richard Leroy McKinley, uno de los tres técnicos que murieron en el accidente nuclear SL-1 en Idaho, en 1961 —un desastre tan extraño como devastador, considerado el primer accidente nuclear fatal en Estados Unidos.
La explosión del reactor lanzó una barra de control a través del techo y expuso a los hombres a una dosis tan alta de radiación que sus cuerpos se convirtieron en fuentes vivas de contaminación. El de McKinley absorbió tanto material radiactivo que ningún protocolo de entierro convencional podía aplicarse.
Ingenieros del gobierno diseñaron una sepultura única: un sarcófago metálico de tres metros de profundidad, con paredes de acero de 30 centímetros, dentro del cual se sellaron varios ataúdes concéntricos.
En el centro, el último: un ataúd de plomo, aislado con capas de plástico, nylon y algodón especial, cerrado al vacío para contener lo incontenible.
La tumba está vigilada permanentemente. Nadie puede acercarse sin autorización, y las advertencias son claras: el peligro no ha pasado.
Más de sesenta años después, su cuerpo sigue emitiendo radiación, convertido en una advertencia silenciosa sobre los riesgos del poder atómico.
No hay flores sobre su lápida.
Solo un número, un nombre y una lección que sigue viva bajo la tierra: el átomo no perdona, y el tiempo no siempre puede enterrar lo que el hombre desató. (Tomado de Datos Históricos)