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1 de mayo de 1999. En la cara norte del Everest, donde el viento corta como vidrio y el silencio parece otro tipo de muerte, el alpinista estadounidense Conrad Anker distinguió algo imposible: una roca demasiado lisa, demasiado pálida para pertenecer a la montaña.
Cuando se acercó, la verdad lo detuvo en seco. No era una roca. Era una espalda humana. Era George Mallory.
Habían pasado 75 años desde que el legendario explorador británico desapareció junto a Andrew Irvine en su intento por conquistar el Everest. Durante décadas, el mundo se preguntó si tal vez, solo tal vez, Mallory había sido el primero en tocar la cima del mundo, casi treinta años antes de Hillary y Norgay.
El frío del Himalaya había conservado su cuerpo como si solo hubiera dormido bajo la nieve. El tiempo se había llevado su ropa, pero no su historia.
Los expertos reconstruyeron sus últimos instantes: Mallory tenía una pierna rota y un brazo fracturado. Junto a él, semienterrado en hielo, su piolet, como si la montaña hubiese querido devolverlo.
Todo indicaba que había caído desde gran altura, quizá arrastrado por una cuerda, quizá por un paso en falso en la arista final. Sobrevivió a la caída.
Lo suficiente como para intentar aliviar su agonía: cruzó su pierna sana sobre la fracturada, un gesto pequeño, íntimo, que revelaba que aún esperaba soportar el dolor unos minutos más, aunque sabía que nadie vendría a rescatarlo.
La pregunta que obsesiona a montañistas e historiadores sigue sin respuesta: ¿Murió Mallory después de conquistar la cima? ¿O murió aún en camino hacia ella?
En su bolsillo no se encontró la fotografía que él había prometido dejar en la cumbre para su esposa, Ruth.
Muchos creen que ese vacío no es casualidad. Otros dicen que la montaña guarda sus secretos con la misma ferocidad con la que guarda a sus muertos.
Pero mientras el Everest siga apuntando al cielo, también lo hará la historia de George Mallory: El hombre que ascendió hasta donde la vida ya no alcanza. El hombre que quizá —solo quizá— tocó la cumbre antes que el mundo.