
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Tomado de MUY Interesante
Madrid.- Durante el siglo XI, en el Occidente latino una serie de tratados de no agresión entre feudos, conocidos como «Paz y tregua de Dios», no solo dejan atrás años de guerras internas, sino que abren un panorama excepcionalmente propicio para el crecimiento económico y demográfico.
Del feudalismo de base rural se pasa poco a poco al feudalismo de producción mercantil, que da origen a las ciudades y, con ellas, a un nuevo actor social: la burguesía. A su vez, en 1075, el papa Gregorio VII publica su Dictatus papae, con el que se inicia la Reforma gregoriana que, entre otras cosas, otorga mayor poder al papado y la alta jerarquía eclesiástica.
El papa Gregorio VII perdona a Quinzio, hijo del prefecto de Roma, por el asesinato del tendero. Acuarela litográfica de la primera mitad del siglo xix.ASC
Pronto se necesitan nuevas herramientas intelectuales: los burgueses, para comerciar con mayor eficacia; el papado, para afrontar los desafíos de sus recientes atribuciones. De algún modo, los efectos de la toma de Toledo (1085) y de la primera cruzada (1096) contribuyen a satisfacer esta necesidad, pues marcan el inicio de un intercambio cultural y comercial que se traduce en la adquisición de obras hasta entonces ignotas, y la consecuente ampliación de bibliotecas.
Todas estas circunstancias conforman un contexto sociocultural peculiar que se conoce como «Renacimiento del siglo XII». En efecto, durante esta centuria el saber intelectual traspasa los muros abaciales en los que se hallaba confinado y, aunque no los abandona, se instala con comodidad en las urbes, que pasan ahora a ser el centro de la escena.
Euclides – La atmósfera intelectual del siglo XII
Se asiste, entonces, a la proliferación de escuelas dependientes de la catedral local, cuyos protagonistas —maestros y alumnos por lo general provenientes de la baja nobleza y de la burguesía— traen consigo un renovado interés por las fuentes grecorromanas que la cristiandad latina ya poseía.
Esto, que puede verse como un fenómeno autóctono, se complementa con otro más bien foráneo, con epicentro en Toledo y el sur de Italia: un febril trabajo de traducción de textos en griego y árabe gracias al cual se conocerá de primera mano, por ejemplo, la geometría de Euclides, la astronomía de Ptolomeo, la medicina de Galeno, así como la metafísica de Avicena, la astrología de Albumasar o la aritmética de al-Juarismi.
Se inicia, además, el largo proceso de traducción de la obra completa de Aristóteles, de quien solo estaban en latín dos textos lógicos, las Categorías y el tratado Sobre la interpretación. La apropiación de este corpus trastocará definitivamente los derroteros de la filosofía occidental.
Aristóteles – .iStock
Diseminadas por Italia, Inglaterra, España, Alemania y sobre todo Francia, en la mayoría de las escuelas urbanas la enseñanza es impartida por clérigos seculares, esto es, hombres que no pertenecen a ninguna orden religiosa, sino que responden al obispo local, encargado de asignarles una cátedra y su respectiva prebenda. Algunas se especializan en Derecho, otras en Medicina, otras en Teología. Pero, incluso si no hay aún programas de estudio unificados, antes de aspirar a alguno de estos títulos deben adquirirse conocimientos más elementales, vinculados estrechamente con la filosofía, la cual, a su vez, aunque no se agota en ellas, está signada por las artes liberales.
Se trata de un conjunto de siete disciplinas que constituyen el principal legado del mundo pagano, y se dividen en dos grupos: el trivium, o las «tres vías», conformado por artes de la palabra: gramática, retórica y dialéctica (un parte de la lógica); y el quadrivium, las «cuatro vías» por las que se conoce el fundamento matemático de la realidad: aritmética, geometría, astronomía y música.
Además de Marciano Capela, uno de los mayores responsables de la transmisión de estas artes es el filósofo y poeta latino romano, Boecio, que ya a finales del siglo V se había propuesto traducir, comentar y compendiar las fuentes clásicas esenciales en las que descansan estos saberes, que van desde Aristóteles hasta Quintiliano, pasando por Cicerón o el neopitagótico Nicómaco de Gerasa.
Es sobre todo en la primera mitad del siglo XII cuando los escritos de Boecio alcanzan mayor circulación. Tal fue su penetración, que los estudiosos contemporáneos se refieren a esta época como una «edad boeciana».
Retrato de Boecio en la Colección de la Galería Nacional de Marche, Urbino (Italia)Getty Images
Ahora bien, de las disputas filosóficas ligadas al trivium se destaca sin duda la querella de los universales, que causó especial revuelo entre los maestros de dialéctica de París. El problema consiste en saber qué son los universales, esto es, «lo que siendo uno se predica de muchos», como por ejemplo, «hombre», que se predica de cada hombre particular («Juan es hombre», «Pedro es hombre», etc.).
El abanico de respuestas es amplísimo, pero esquemáticamente se puede decir que las dos facciones enfrentadas son los realistas y los nominalistas. En sus versiones extremas, los primeros sostienen que los universales existen verdaderamente, al modo de las ideas platónicas; para los segundos, en cambio, solo existen los entes individuales, por lo que los universales, al no tener correlato real alguno (no existe «el hombre», sino este hombre o este otro), no son más que meras palabras vacías.
La posición más destacada es la de Pedro Abelardo, que concilia a su modo ambas partes. La realidad es particular, sí, pero hay en ella algo por lo que no llamamos «hombre» a un gato, o «rosa» a un pez, y eso es el «status», el hecho mismo de estar siendo algo determinado.
Al abstraer los status de diferentes particulares que concuerdan en ellos, se forma una imagen mental común que permite conocer algo real, aunque no denote ningún particular concreto. Así pues, los universales son los nombres —o las palabras— por medio de los cuales significamos, mediante esa imagen mental, la realidad.
Otra solución original es la de Gilberto de la Porrée, que encuentra el universal en las «formas nativas», naturalezas ínsitas en las cosas sensibles que son copias, también sensibles, de las sustancias puras que ofician como modelo de aquellas. De este modo, los particulares conservan su individualidad a la vez que se los puede agrupar conceptualmente por la «conformidad» de sus formas.
Chartres y el giro naturalista
Las artes del quadrivium, por su parte, contribuyeron a desarrollar lo que hoy llamamos filosofía natural. En términos generales, hasta el siglo XII, tanto los milagros como los procesos naturales se entendían como operaciones divinas. La diferencia radica, en todo caso, en que en los primeros hay una intervención directa de Dios o, para decirlo en términos metafísicos, de la causa primera; mientras que la regularidad de los fenómenos se debe a la realización de su voluntad, solo que mediada por las causas segundas. A pesar de estas dos modalidades diferentes, el universo como un todo se sostiene en la existencia por la voluntad constante de su Creador.
Las siete artes liberales representadas en El jardín de las delicias (hacia 1180), de Herrad von Landsberg.ASC
En el XII, los maestros vinculados a Chartres, nutridos por clásicos platónicos como Calcidio o Macrobio, pero al tanto de las novedades científicas provenientes del acervo textual greco-árabe, van a concentrarse en las causas segundas, esto es, la naturaleza, intentando dotarla de autonomía. Es cierto que ella es obra de Dios, pero una vez creada, opera según sus propias leyes, las cuales deben estudiarse por sí mismas.
Ejemplares en este sentido son el Dragmaticon de Guillermo de Conches, cuyo principal interés reside en descifrar la lógica interna del modo en que operan las «fuerzas de la naturaleza»; y el Hexameron, un comentario al Génesis de Thierry de Chartres que, a la luz del Timeo de Platón, se propone explicar la creación del mundo de acuerdo con la física, apelando, al mismo tiempo, a la causalidad aristotélica y a los diferentes estados y combinaciones de los cuatro elementos. Hacia el final del tratado expone los atributos divinos a partir de «pruebas aritméticas».
San Víctor, entre dos mundos
La última escuela que merece ser considerada es la de san Víctor. Su particularidad consiste en que es una escuela claustral, que sigue la regla de san Agustín, pero fundada por un antiguo maestro de dialéctica parisino, Guillermo de Champeaux, por lo que conjuga en sí misma el espíritu secular y el regular. Y ello se ve reflejado no solo en el hecho de que admitía a estudiantes externos a la abadía, sino también en la producción filosófica de maestros que supieron armonizar inquietudes morales y espirituales con respuestas provenientes de mundo laico, y viceversa.
El más ilustre de ellos es Hugo de San Víctor. En su Didascalicon presenta una división cuadripartita de la filosofía: teórica, práctica, mecánica y lógica. Allí, en medio de 21 disciplinas, las artes liberales cuentan con su paralelo en las mecánicas (producción de lana, armería, navegación, agricultura, caza, medicina y teatro), parte esencial de la vida cotidiana a la que Hugo no es indiferente.
Para él, ninguna disciplina profana está prohibida, sino todo lo contrario: la filosofía es el inicio obligado del camino hacia una actividad más elevada, la correcta interpretación y meditación de las Escrituras. Hugo, además, es un autor clave en la difusión de la mística neoplatónica gracias su comentario a la Jerarquía Celeste de Dionisio Pseudo Areopagita, texto de suma importancia en la escolástica posterior.
Sin embargo, sus propias enseñanzas, centradas en la justicia divina y la salvación o castigo del ser humano, siempre fueron eminentemente agustinianas. Sus sucesores enriquecieron su legado, aunque cada uno según su propia perspectiva.
La teología sistemática y el método escolástico
Hacia la segunda mitad del siglo, la ebullición inicial merma, pero el afán filosófico no se detiene. Es momento de revisar ideas y continuar trabajando a partir de ello. La gran innovación de este periodo es la consolidación de la teología sistemática, esto es, una respuesta a las inquietudes cristianas sobre temas metafísicos, antropológicos, epistémicos y éticos fundada no ya en la apelación acrítica a la autoridad, sino en argumentos racionales rigurosos. Es cierto que este rumbo ya había empezado a perfilarse hacía tiempo, pero faltaba aún ordenar los textos y proponer un método.
En el XII, el impulso decisivo lo dan Pedro Abelardo, en cuyo Sí y no compila pareceres discordantes de las autoridades, agrupados en 158 problemas diferentes, y Hugo de San Víctor, que insiste en que la ciencia divina debe apoyarse en la herencia de los antiguos, pues de ningún modo son antagonistas sino parte de una misma sabiduría.
Sin embargo, si se ha de buscar un hito fundacional, estas son las Sentencias de Pedro Lombardo, quien no casualmente fue discípulo de ambos. Se trata de un conjunto de cuatro libros que presentan afirmaciones opuestas de la tradición, agrupadas en diversas temáticas.
«Si la ignorancia excusa del pecado», «Qué es la voluntad», «Si Dios es autor de la concupiscencia» son solo algunas de las cuestiones propuestas que comienzan por la Trinidad, pasan por los diferentes seres creados y terminan con los sacramentos, es decir, aquello que reconduce al ser humano a su Creador.
Miniatura del manuscrito Leiden con Hugo de San Víctor escribiendo su Didascalicon. Biblioteca de la Universidad de Leiden.ASC
El hecho de que los pasajes elegidos sean opuestos entre sí es, precisamente, el núcleo metodológico: a partir de entonces, no bastará argumentar por qué se sostiene una posición determinada, todavía habrá que dar cuenta de por qué no se sostiene la contraria. Si bien en la misma época se escriben otros libros de sentencias, estas, las del Lombardo, se constituyen en el manual por excelencia que provee la base sobre la cual se desarrollará la mayor parte de las discusiones filosóficas y teológicas universitarias hasta entrado el siglo XVII.
Casi en paralelo nacen las sumas de teología, también ellas compendio del saber cristiano. Entre las primeras encontramos la de Alain de Lille, en la que convergen tradiciones filosóficas como la dionisiana y la porretana, y la del arzobispo de Canterbury, Esteban Langton, de influencia más bien victorina.
Ambas hacen gala de los más refinados análisis lógicos, gramaticales y retóricos, marcando así, de manera indeleble, el discurrir formal del pensamiento filosófico occidental. Resumir cien años de filosofía no es fácil, y mucho menos cuando se trata de cien años extremadamente prolíferos. Hemos tratado solo un puñado de la ingente cantidad de autores, problemas y espacios por los que transitó una de las más grandes renovaciones intelectuales e incluso espirituales de la Europa cristiana occidental.
Ya sea que se quiera o no adoptar la etiqueta historiográfica de «renacimiento» para dar cuenta de ellos, lo cierto es que los aportes cuantitativos y cualitativos del siglo XII, además de ser valiosos en sí mismos, resultan clave para comprender el resto de una historia en la cual la inminente creación de las universidades será apenas el principio.