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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Una amiga, alarmada, me dijo hace unos días, que vio muchos jóvenes en las calles de París. También en las de Madrid. Y hasta en Moscú. Jóvenes alegres, me dijo. Con esa energía desgarbada y esa risa fácil que ya no se escucha en La Habana.
Mientras ella caminaba por esas avenidas llenas de futuro, yo recorría las calles de Miramar al atardecer, y no es una metáfora: eran un desierto. Un desierto con edificios que se caen a pedazos y donde el único ruido es el de los pies arrastrándose de un anciano que vuelve de hacer una cola infinita por un pollo que no alcanzó.
Cuba se ha quedado sin su ruido característico, que era el de los jóvenes. Ahora el sonido de fondo es un suspiro largo y colectivo, el de una isla que envejece a la vista de todos, sin remedio y, lo que es peor, sin nadie que parezca querer remediarlo.
Los números, siempre fríos, duelen más cuando los ves escritos en un papel oficial. La población cubana ha descendido en picado. De los 11.2 millones de personas que éramos en 2016, hemos pasado a ser apenas 9.7 millones al cerrar 2024. Se han esfumado 1.4 millones de cubanos en apenas ocho años. Pero la cifra que realmente hiela la sangre es otra: en 2024, por cada niño que nació en la isla, casi dos personas murieron. Hubo 71,358 nacimientos frente a 128,098 defunciones.
Un país donde mueren más de los que nacen es un país que ha firmado su acta de defunción futura. Es una derrota biológica. La tasa de fecundidad es de 1.29 hijos por mujer, la más baja de nuestra historia, muy lejos de la necesaria para el simple reemplazo. Es la matemática simple del fin: no hay quien sustituya a los que se van.
Y los que se van, sobre todo, son los jóvenes. El año pasado, el saldo migratorio fue de -251,221 personas. Son un cuarto de millón de vidas que votaron con los pies en un solo año. Se van los que tienen fuerza para trabajar, para innovar, para enamorarse y, sobre todo, para tener hijos. Emigran «una parte de la población económicamente activa y en plena capacidad reproductiva». Se va el futuro literalmente en un avión.
Y lo que deja atrás es un paisaje demográfico desolado: más del 25% de los cubanos tiene ya 60 años o más, lo que nos convierte en el país más envejecido de toda América Latina. Provincias como Villa Clara y La Habana son territorios de ancianos, con casi el 30% de su población en la tercera edad. La pirámide poblacional no es una pirámide, es un ataúd: se invirtió para siempre.
El gobierno, mientras tanto, habla de «no dramatizar» y de ver el envejecimiento como un «triunfo de la vida sobre la muerte». Es el cinismo elevado a política de estado. Porque el verdadero drama, como señalan los expertos, no es envejecer, sino «las condiciones en que se está produciendo ese envejecimiento».
¿Qué triunfo hay en llegar a los 60 años con una pensión miserable, haciendo colas bajo el sol para buscar comida que no hay, soportando apagones de horas y con tus hijos y nietos al otro lado del mar, criando a los futuros ciudadanos de otros países?
Los funcionarios reconocen que un país así «es más complejo de maniobrar» , pero esa es solo su forma elegante de decir que no queda nadie que pague impuestos, que cure a los enfermos, que levante la economía. Han convertido la vejez, que debería ser un honor, en una condena a la pobreza y la soledad.
Mientras la Isla se apaga, el poder aprueba con gran fanfarria un nuevo Código de la Niñez, Adolescencias y Juventudes. Un texto de 214 artículos lleno de buenas intenciones, principios humanistas y garantías para una juventud que no está. Es el acto de magia definitivo: legislar para fantasmas.
Hablan de proteger los derechos en el entorno digital, de promover el empleo digno y la participación, cuando lo único que promueven con sus políticas es el éxodo. Es como construir el acuario más moderno del mundo cuando ya no te quedan peces.
Es la farsa final. Un código que es, sobre todo, un monumento a la desconexión, un hermoso y grueso volumen que ignora la única razón por la que un joven se juega la vida en el mar: la esperanza no es un documento, es un plato de comida, una luz que no se apague, la libertad para pensar y poder construir una vida sin tener que mendigarla.
Al final, el régimen no necesita opositores políticos; su peor enemigo es la demografía. Cada joven que sube a un avión es un voto de censura. Cada apartamento silencioso donde solo quedan abuelos es un monumento al fracaso.
Han logrado lo imposible: que una isla entera se convierta en la casa de la abuela, enorme, vacía y con los muebles cubiertos con sábanas, esperando una visita que sabe que no llegará. Y en el silencio de estas calles desiertas, lo único que crece es la certeza de que esto no fue un accidente. Fue una decisión. O, más bien, la consecuencia de todas sus decisiones.