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Por Eduardo González Rodríguez ()
Santa Clara.- Hoy tocaron a la puerta de mi casa y cuando abrí era un niño de seis o siete años. No estaba mal vestido y tenía en sus manos un pedazo de madera circular con un pequeño orificio en el medio.
-Señor… -¡me dijo señor!- estoy vendiendo esta mesita en 150 pesos.
Lo miré un par de segundos y le avisé a mi esposa. Yo estaba haciendo uno de esos nudos raros en el sedal de mi vara de pescar, así que sería ella, mi esposa, la que se encargaría del pequeño negociante.
-A ver, mi niño, ¿qué es eso que estás vendiendo?
-Es una mesita. Sirve para poner los vasos o las cucharas después de fregarlas. O para otras cosas…
Mi esposa le dijo que sí, que le iba a comprar la mesita multiuso. Le dio los 150 pesos y un par de caramelos. Luego puso el pedazo de madera circular debajo del filtro del agua y dijo que quedaba muy bien allí.
Como una hora después el niño regresó con su hermano mayor (de unos nueve años, me imagino) para preguntarme si yo podía enseñarlo a pescar. No les comento lo que hablamos, pero tuve la sensación de estar charlando con dos viejos escondidos en cuerpos de muchacho. Viven cerca del sitio donde vivo.
Estoy escribiendo esto porque acabo de decirle a mi esposa lo que siempre digo en estos casos: hay niños que crecen rápido. Y ahora estoy pensando que crecer rápido debe ser como un parto, un parto a la fuerza por «la jodida circunstancia del agua por todas partes».