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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- La historia de Elián González Brotons comenzó como un drama humano que conmovió al mundo: un niño de seis años que sobrevivió milagrosamente a una travesía marítima en la que su madre perdió la vida buscando escapar de Cuba. Aquel rostro infantil tras las rejas durante el rescate se convirtió en símbolo de la desesperación de un pueblo que huye.
Hoy, sin embargo, ese mismo Elián ha sido transformado por la maquinaria propagandística castrista en un diputado que recorre el mundo dando lecciones de moralidad revolucionaria, olvidando convenientemente el precio que su propia madre pagó por la libertad que ahora desdeña. Su metamorfosis representa una de las operaciones de manipulación política más cínicas del régimen cubano, donde el dolor individual se convierte en moneda de cambio para la legitimación internacional.
Elián parece haber olvidado que fue su madre quien pagó con su vida el intento de sacarlo de la isla, un detalle incómodo que su narrativa oficial soslaya con precisión calculada. En sus declaraciones públicas, como aquellas que concedió siendo ya un joven universitario, prefería hablar de Fidel Castro como un padre e incluso como un dios, antes que honrar la memoria de quien lo trajo al mundo y murió por él.
«No profeso ninguna religión, pero de hacerlo, mi dios sería Fidel Castro», llegó a afirmar con devoción. Esta sustitución simbólica —el líder por la madre, el dogma revolucionario por el instinto maternal— revela hasta qué punto el adoctrinamiento puede reconfigurar los lazos más esenciales del ser humano, reemplazando el amor filial por la lealtad política.
Lo más hiriente de su transformación en portavoz del régimen es el abismo que separa sus privilegios de la realidad que sufren los cubanos de a pie. Mientras Elián disfrutaba de una educación privilegiada, acceso a vivienda y protección estatal, la inmensa mayoría de los cubanos enfrenta carencias cada vez más agudas.
Según estudios recientes, casi el 89% de la población vive en la extrema pobreza y 7 de cada 10 cubanos ha dejado de desayunar, almorzar o comer debido a la falta de dinero o escasez de alimentos. Para sobrevivir dignamente, un cubano necesitaría aproximadamente 41.735 pesos mensuales, equivalente a 20 salarios mínimos o dos años de pensiones.
Esta realidad de hambre y privaciones contrasta brutalmente con los privilegios que disfruta la nomenklatura castrista y sus figuras emblemáticas como Elián.
La experiencia del periodista español Francisco Rubiales, quien vivió en Cuba entre 1975 y 1977, ilustra esta dicotomía entre privilegiados y pueblo con crudeza. Rubiales relata cómo siendo corresponsal extranjero podía comprar en diplotiendas mientras sus vecinos cubanos sufrían pobreza y hambre. Observó con horror cómo sus regalos a los vecinos terminaban sistemáticamente en manos «del carnicero del barrio y de la dirigente jefa del Comité de Defensa de la Revolución», pequeños caciques comunistas que controlaban mediante el miedo y el favoritismo el acceso a bienes básicos.
Esta estructura de poder, donde la lealtad política se recompensa con privilegios materiales, explica cómo figuras como Elián han podido vivir en una burbuja protectora, ignorando voluntariamente el sufrimiento de sus compatriotas.
El propio Elián reconocía en una entrevista su preferencia por el anonimato —»me gustaría más pasar desapercibido»—, pero aceptó sin ambages el papel público que el régimen le tenía destinado. Su trayectoria, cuidadosamente guionizada por el poder, lo llevó de ser un símbolo del niño rescatado a convertirse en diputado de la Asamblea Nacional, desde donde hoy defiende el mismo sistema que su madre intentó abandonar.
Su caso no es muy diferente del de aquellos dirigentes que Rubiales describe nadando en la abundancia —con «caviar ruso, champagne francés, langostas y otros manjares»— mientras el pueblo cubano sobrevive con raciones miserables.
La trágica ironía de la historia de Elián González es que el régimen que hoy defiende es el mismo que su madre identificó como una prisión de la que valía la pena arriesgar la vida para escapar. Su transformación de superviviente milagroso a portavoz del establishment castrista representa la victoria póstuma del aparato propagandístico sobre la memoria de su madre y sobre los miles de cubanos que continúan arriesgando sus vidas en el mar.
Mientras Elián da lecciones de moralidad internacional, en las calles de La Habana muchos ancianos deben mendigar «aunque sea un poquito de arroz y frijoles negros» para alimentar a su nieta. Esta contradicción entre el discurso oficial y la realidad cotidiana de Cuba sigue siendo el legado más perdurable de la Revolución que prometió igualdad y ha entregado miseria.