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El Morro Castle y la Cuba que pudo ser: cenizas de un naufragio anunciado

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Era 1934, y el SS Morro Castle ardía frente a Nueva Jersey mientras La Habana dormía —o quizás bailaba— sin saber que aquel barco llevaba algo más que turistas borrachos y cubanos ilusionados: cargaba el símbolo de una época en la que Cuba era algo más que un museo de nostalgias revolucionarias. Hoy, cuando el aeropuerto José Martí parece una terminal de autobuses tercermundista y los barcos ya no van a Miami, la historia del Morro Castle duele como un espejo roto. Porque antes de 1959, esta isla no solo exportaba azúcar, sino sueños. Y los sueños, cuando se incendian, dejan cicatrices.

El Morro Castle era un monstruo elegante: 155 metros de acero, salones con maderas nobles y pasajeros que bebían whisky sin temor a la ley seca. Cuba, entonces, también era un monstruo elegante: aeropuertos proyectados, aviones a Miami cada 20 minutos, una economía que atraía inmigrantes como moscas al dulce. Hoy, los cubanos no huyen en barcos de lujo, incluso ni en balsas precarias. El gobierno culpa al embargo, pero el verdadero naufragio lo causó su obsesión por ahogar todo lo que flotaba.

El capitán del Morro Castle murió de un infarto esa noche; el barco quedó en manos de un inexperto, y el fuego se propagó por cables defectuosos y protocolos absurdos. No es mala metáfora de Cuba: los capitanes se aferran al timón hasta morir, los sustitutos son mediocres, y el incendio —económico, social— se extiende mientras alguien grita «¡SOS!» en código morse. En 1934, el telegrafista del barco lanzó la señal de auxilio sin permiso; hoy, los cubanos hacen lo mismo con hashtags y packets, pero el régimen sigue rompiendo los cristales para que entren más vientos de censura.

Franz de Beche y su heroico acto

De las 137 víctimas del Morro Castle, la más trágica fue Franz De Beche, el nadador que entregó su chaleco a una mujer y desapareció en el mar. Cuba está llena de Franz De Beches: médicos que regalan sus medicamentos, abuelos que ceden su comida, jóvenes que se lanzan al Estrecho de la Florida creyendo que pueden llegar nadando. La diferencia es que, en 1934, al menos hubo un rescate.

El pirómano del Morro Castle fue George Rogers, un operador de radio con tendencia a incendiar su propia vida. ¿No es acaso el castrismo igual? Un sistema que quemó la economía cubana, envenenó sus instituciones y luego cobró el seguro político de la victimización. Rogers murió en prisión; los herederos de Fidel mueren en palacios, pero el resultado es el mismo: un país carbonizado, convertido en atracción turística para quien quiera ver cómo luce un naufragio en cámara lenta.

El Morro Castle terminó desguazado como chatarra. Cuba, en cambio, sigue a flote —milagrosamente— aunque ya no transporta sueños, sino lastre. Los barcos ya no zarpan de La Habana con rumbo a Nueva York; ahora van a Guyana o Panamá, cargados de funcionarios que huyen con maletas de dólares. El fuego de 1934 al menos sirvió para mejorar las normas de navegación; el incendio cubano solo ha enseñado cómo un país puede arder seis décadas sin que nadie apague las llamas.

Queda la música, claro, y los canales de YouTube que rescatan fotos en sepia. Pero las cenizas huelen igual.

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