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Por Jorge Bacallao Guerra ()
La Habana.- Hace 30 años sentí, por minuto y medio eso sí, la sensación de estar inmerso en una experiencia de marketing histórico-gastronómico que superaba todo lo que yo podía llegar a imaginar a mis 16 años.
Estaba en Santiago de Cuba, con motivo de una Olimpiada de Historia, en donde, por cierto, me gané una bicicleta. Acababa de visitar el museo situado en el Cuartel Moncada, y al salir, a unos 100 metros del cuartel, se me ocurrió pedir un cucurucho de chicharritas de coditos y un batido de mamey, por favor. Tú dirá zapote, me dijeron, y procedieron a servirme diligentemente.
El batido tenía poca leche, y un lejano sabor a toalla húmeda dejada de un día para otro encima de una cama con sobrecama de corduroy. Lo apuré, y cogí las chicharritas para borrar el sabor de la toalla.
Al terminar el último macarrón rostizado, el cucurucho se abrió despacio, dejando ver en la cara interior del papel, los trazos inconfundibles del grafito de un lápiz de punta bola, ya borrosos por la grasa que enchumbaba el cucurucho.
Era una evaluación de historia: ¿Por qué se considera que el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes fue el motor pequeño…y ahí se cortaba.
Fue ese el momento en que me sentí inmerso en un proyecto social que tenía en cuenta que yo venía de visitar un museo, y colocaba con tremenda verosimilitud una pregunta del mismo tema en una oferta gastronómica de bajo nivel. La idea de una simbiosis tan cuidada me explotó la cabeza, y por unos segundos hasta el sabor a toalla del batido se difuminó.
La utopía duró poco. Recordé que los tiros en la fachada del Moncada no eran los originales, (todavía no sé si para recrearlos se volvió a disparar, o si se le pagó a un señor con un cincel y un martillo) y me pareció burdo, para nada a la altura de mi epifanía de los coditos. Y bueno, después miré a la vendedora y la sorprendí fregando el vaso de mi batido en una palangana con un agua sucia un tin menos oscura que un expreso (aguaprieta de caimanes, diría Guillén) de donde sobresalía como un bicho ahogado, un trapo empercudido y lleno de huecos, pero que en días más gloriosos fue sin dudas una toalla.