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Por Yin Pedraza Ginori ()

A Guillermo Álvarez Guedes, el gran comediante que, sacándole todo su jugo, paseó por el mundo la palabra más cubana que existe.

A Miguel Mario, el gran sapingo, con todo mi desprecio.

El poderoso general, siguiendo su costumbre de cada tarde, se había metido en la piscina climatizada de su mansión junto a Rebelde, su pastor alemán, el único ser vivo en quien confiaba. Aunque ya sus menguadas fuerzas, las de un anciano a punto de cumplir cien, no eran suficientes para nadar, al menos la rutina de jugar con el animal, lanzándole peloticas de golf que este buscaba y le devolvía, le hacía olvidarse un rato del intenso calor del verano habanero.

Cuando le dio el ataque, el viejo no se ahogó de milagro. Gracias al perro que, al verle boqueando, avisó con sus ladridos a los guardaespaldas que, presurosos, le sacaron del agua.

Trece días después, como habían ordenado los médicos y los militares, el silencio más absoluto reinaba en la exclusiva clínica aquella noche. Nada podía molestar al inmóvil anciano de ojos cerrados y piel lívida que, con su débil cuerpo entubado y el rostro cubierto por la máscara de oxígeno, mostraba la vulnerabilidad típica de quien se encuentra en estado de coma.

Miguel, su sirviente más fiel, su esclavo más obediente y abyecto, partida el alma por el dolor que le producía la idea de perder a su adorado amo y señor, había abandonado a su familia y postergado sus obligaciones para acompañarle mañana, tarde y noche en la habitación en penumbras, durante las largas jornadas de tristeza que eran el preludio de la muerte que se veía venir.

Como en todas las anteriores madrugadas, Miguel dormitaba en el sillón próximo al lecho del enfermo. Serían las 4 menos 10 cuando su oído alerta percibió un ruidito y le despertó. Vio que el anciano tenía los ojos abiertos y movía un poco la cabeza de un lado a otro. Burlando el protocolo establecido, Miguel no llamó a las enfermeras de guardia y aprovechó para sí el muy ansiado momento de intimidad que se le presentaba.

-Jefe -le susurró, emocionado-, ¿cómo está?

-Jjggoo…diii… -respondió el general, queriendo decir “jodido”.

Miguel sintió una inmensa alegría. Dios le había concedido el deseo que tantas veces le pidió en sus rezos: tener la oportunidad de hablar otra vez con el agonizante caudillo que era su razón de vivir.

-Jefe, discúlpeme que le moleste, pero hay una pregunta que siempre quise hacerle y, por respeto, nunca me atreví.

El anciano tosió y con un hilillo de voz, soltó:

-¿Cu… cúaaal eee… es?

-Yo conozco perfectamente todo el exigente proceso de selección que se realizó para ser su sucesor como presidente. Sé que la inteligencia analizó en profundidad todos los aspectos de la personalidad y revisó una y mil veces cada detalle del currículo de los 134 candidatos. Pero lo que nunca he sabido por qué, cuando al final llegó el momento de decidirse por uno, usted me eligió a mí.

Haciendo un enorme esfuerzo, el moribundo intentó hacerse entender.

-Pppoo… quee, eeras eeel… mmmááá…

-¿El más? ¿El más que?

-Eeeeel… mmmmááá cccoom…

– ¿El más combativo?

-Nnnooo.

-¿El más comprometido, el más completo?

-No, nooo… eel… mmmááás ccccooo…meeeemieeerda -dijo el anciano y volvió a caer en coma. Un minuto después falleció.

Miguel, abrumado por la cruda respuesta recibida, se tragó aquella conversación y la convirtió en su mayor secreto, guardándola para siempre con siete llaves en lo más hondo de su miserable corazón.

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