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Por Max Astudillo ()

La Habana.- Marta Elena Feitó Cabrera, la ministra cubana que ve mendigos «disfrazados» como si fueran personajes de carnaval, debería entregar su cargo hoy mismo. Pero no basta: que la sigan los diputados que aplaudieron su monólogo surrealista, los viceprimeros ministros que asintieron, el primer ministro que calló y el presidente que permite este circo.

Negar la pobreza en Cuba no es un desliz, es un crimen de lesa humanidad disfrazado de discurso oficial. Cuando una funcionaria mira a un anciano hurgando en la basura y ve «un ilegal del trabajo por cuenta propia», o a un niño pidiendo pan y detecta «un modo de vida fácil», lo único evidente es que el régimen ha perdido hasta la última gota de vergüenza.

Feitó no inventó nada nuevo. Solo repitió el viejo truco de las dictaduras fracasadas: convertir a las víctimas en culpables.

Si los cubanos rebuscan en los contenedores, es por «evasión fiscal». Si piden limosna, es por «vagancia». Y si mueren en las calles, es porque «no se autocuidan». Esta lógica perversa —que ya usaban los esclavistas para justificar los latigazos— hoy tiene aire acondicionado y se sienta en el Parlamento.

Mientras, el 89% de la población vive en pobreza extrema, las pensiones no alcanzan para un cartón de huevos y los hospitales parecen escenarios de películas de zombis. Pero el problema, claro, son los «disfraces» de los pobres.

Los cómplices sentados (y bien alimentados)

Lo más vomitivo no fue el discurso de Feitó, sino el silencio de los diputados. Ninguno se levantó a gritar: «¡Esto es una mentira!». Ninguno recordó que en febrero la propia ministra admitió que había 1,236 comunidades en la miseria.

No olvidemos que en Cuba, el Parlamento no es un lugar de debate, sino un teatro donde los actores repiten guiones a cambio de raciones extras.

Mientras Feitó hablaba de «conductas negativas», esos mismos diputados viajaban en autos oficiales, comían en restaurantes exclusivos y cobraban en divisas. La verdadera «vida fácil» no está en los semáforos: está en sus despachos.

Díaz-Canel podría despedir a Feitó mañana. Pero no lo hará, porque su declaración es coherente con el proyecto castrista: un sistema que gasta más en represión que en pan, que construye hoteles para turistas mientras familias viven en edificios derrumbados, y que ahora, en pleno colapso, decide que la solución es «trasladar» a los pobres como si fueran muebles viejos. Cuando un gobierno miente sobre la miseria que creó, ya no es un gobierno: es una banda organizada.

La renuncia no basta: hace falta el juicio

Feitó debe irse, sí. Pero también todos los que aplaudieron su necrolengua. Y los que firmaron el «Acuerdo 10.068» para cazar «deambulantes» como animales. Y los que recortaron pensiones mientras compraban Mercedes-Benz.

Cuba no necesita solo dimisiones: necesita una comisión de la verdad que investigue cuántos han muerto por sus políticas, cuántos niños han crecido sin leche y cuántos ancianos se han suicidado tras vender sus medicamentos para comer.

Mientras eso no ocurra, seguirán siendo lo que son: una cleptocracia con carnet del Partido.

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