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James Matthew Barrie tenía apenas seis años cuando la muerte golpeó su infancia. Su hermano mayor, David, murió en un accidente y el pequeño James, desesperado por llenar el vacío de su madre, comenzó a imitarlo: vestía su ropa, copiaba sus gestos, usaba incluso su voz. Un niño convertido en fantasma viviente para que su madre no quedara tan sola.
Ese dolor fue la primera semilla de un mundo que aún no existía.
Años más tarde, Barrie conoció a los hermanos Llewelyn Davies, cniños inco niños cuya energía e imaginación lo fascinaron. Se convirtió en figura paterna para ellos, un guardián en medio de la tragedia que los dejó huérfanos demasiado pronto. Pero en su corazón latía un temor: que también ellos crecieran, que el tiempo o la muerte lo despojaran otra vez de quienes amaba.
De ese miedo nació Peter Pan. Un niño que nunca crecería. Un mundo en el que la infancia era eterna y la muerte no tenía poder.
Pero la vida, cruel y persistente, no respetó el pacto: George murió en la guerra, Michael se ahogó y Peter se quitó la vida. Barrie no pudo detener la rueda del tiempo, pero sí dejó un refugio en el que la inocencia nunca muere.
Peter Pan no nació de la fantasía, sino del dolor. Fue la respuesta de un hombre que no soportaba la pérdida. Y con el paso de los años se convirtió en símbolo eterno de la añoranza, del amor que resiste al tiempo y de la necesidad humana de creer que, en algún lugar, siempre habrá un niño que nunca crecerá.
“Inventa a alguien que nunca crezca… y nunca te abandonará”. (Tomado de Datos Históricos)