Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Comparte esta noticia

Por Jorge Sotero ()

La Habana.- El doctor Francisco Durán sostiene el termómetro de la nación, pero a veces uno piensa que lo está mirando por el lado equivocado. Su cara, serena y paternal, se ha vuelto tan familiar en los hogares cubanos como la voz del presentador del parte del tiempo. Es la cara de un hombre que, en lugar de pronosticar tormentas, se dedica a negarlas. Desde su estudio de televisión, con la autoridad que le da la bata blanca, nos explica que fuera no llueve, sino que solo está cayendo una ligera llovizna de realidades alternativas.

Durante la pandemia, su voz era un mantra tranquilizador que atravesaba la isla cada mañana. Nos hablaba de casos importados, de transmisión limitada y de protocolos infalibles, mientras las calles contaban otra historia en susurros. Se convirtió en el médico de cabecera de una población sedienta de certezas, un «símbolo querido de la lucha cubana contra la pandemia», cuya paciencia para explicar lo incomprensible lo hacía parecer un abuelo científico. Pero en su diagnóstico constante de tranquilidad, muchos empezaron a escuchar un síntoma de algo más profundo: la negación como política de estado.

Ahora, con la crisis de los arbovirus en Matanzas, la obra alcanza su tercer acto. Mientras el hospital pediátrico de la provincia colapsaba y se veía obligado a derivar a los niños a una universidad convertida en hospital de campaña, una medida que grita «emergencia» por los cuatro costados, el doctor Durán compareció para declarar, con la calma de un hombre que anuncia el menú del día, que no hay fallecidos ni colapso en el sistema sanitario. La realidad, tozuda y febril, se empeña en llevar la contraria a sus diagnósticos oficiales.

El legado de un ventrílocuo

La estrategia es tan genial como triste: usar la credibilidad de un médico para vacunar a la población contra la desconfianza. Su imagen de hombre bueno y sacrificado es el excipiente perfecto para la amarga píldora de la desinformación. Es la «voz y la cara» institucional que enmarca una narrativa de control. Mientras, en Matanzas, los ciudadanos, «hasta con respeto», se atreven a contradecir al conocido doctor, preguntándose en voz alta si no estará, después de todo, mintiendo al pueblo .

Al final, uno mira al doctor Durán y ya no ve a un epidemiólogo, sino a un personaje atrapado en su propio guion. Es el hombre que ha dedicado su vida a combatir virus visibles bajo el microscopio, pero que ahora debe enfrentarse a un patógeno mucho más escurridizo: la incredulidad de quienes ya no creen en su palabra. Se ha convertido en el actor principal de un drama que no escribió, pero que representa con una convicción que quizás, solo quizás, ya ni él mismo se cree.

Su legado, por tanto, no será el de un virólogo, sino el de un ventrílocuo. La pregunta que flota en el aire caribeño, pesada como la humedad antes del aguacero, es quién mueve realmente sus labios. Y si, cuando por fin callen los altavoces oficiales, quedará algo más que el eco de una verdad que nunca se atrevió a pronunciar.

Y no, no me lo comparen con Rubiera. El meteorólogo, en lenguaje de fútbol, es un crack. El epidemiólogo, apenas un mal vocero. Para no decir que un mentiroso.

Deja un comentario