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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- El huracán Melissa no se va a limitar a pasar; ha escarbado en la herida abierta de un oriente cubano que ya se desangraba por la indiferencia. Su furia de categoría 3 (o 4), que tocó tierra cerca de Santiago de Cuba para recordarnos que la naturaleza también tiene sus ajustes de cuentas, no es más que el prólogo de esta tragedia.

Lo que viene ahora es la crónica de un desamparo anunciado, la historia de un pueblo que, tras enfrentarse a un muro de agua y viento de 200 kilómetros por hora, deberá enfrentarse a la pared de hormigón de la burocracia y el olvido. Y no quiero ser pájaron de mal agüero, que conste, porque me duele el dolor de mis compatriotas.

A los damnificados del oriente no les quedará el amparo de un Estado presente, sino la desnudez de quien ha perdido hasta el último clavo que sostenía su techo. El gobierno cubano, que en su informe más reciente admitió no haber completado ni la mitad de las viviendas planificadas para 2024, lleva en sus espaldas casi 100.000 hogares dañados por ciclones y sismos que aún esperan una reparación que no llega.

Ver vídeo: (https://www.facebook.com/reel/1846528899582958)

No es una cuestión de voluntad, sino de un colapso material absoluto: no hay cemento, no hay acero, no hay madera. ¿Cómo reconstruirás tu vida cuando el país carece hasta de los materiales más básicos para edificar un futuro?

Una isla en ruinas llena de zombies

Mientras, la isla se convierte en un mapa de ruinas habitadas. En La Habana, lejos del epicentro de Melissa, ya es una escena común ver a familias hacinadas en esqueletos de edificios, como el Riomar, un fantasma de la antigua opulencia donde gente como Yuneily Villalón sobrevive entre paredes sin ventanas, cocinando con leña a orillas del mar y aferrándose a un retrato de Fidel Castro como último acto de fe.

Son los náufragos de una crisis habitacional que supera las 800.000 viviendas, y a los que Melissa no hará más que empujar hacia una cuenta de damnificados que ya no cabe en las estadísticas.

El verdadero huracán, para muchos, será la lucha diaria por un plato de comida y un vaso de agua no contaminada. Inundaciones y crecidas de ríos han envenenado los pozos, y en lugares donde el agua limpia no se vende, o sólo es accesible en hoteles de lujo con ocupaciones raquíticas, la sed se convierte en una emergencia silenciosa.

Esta es la Cuba donde llevar un plato a la mesa es una cuestión heroica, donde el 89% de la población vive en la extrema pobreza y siete de cada diez cubanos han dejado de hacer al menos una comida al día. Encontrar un pan puede ser un milagro; encontrar dignidad, una hazaña imposible.

La verdadera tempestad

En los hospitales, donde según relatos los pacientes deben llevar su propio material estéril, bisturíes y hasta el sueldo de los profesionales, la crisis médica se agudizará en medio de la catástrofe. El gobierno ha evacuado a cientos de miles, una cifra que suena a heroicidad logística, pero que esconde una pregunta incómoda: ¿evacuar hacia dónde?

La imagen de ciudadanos refugiados en cuevas durante la tormenta no es una metáfora, sino la cruda constatación de que el Estado ha sido reemplazado por las oquedades de la tierra. Cuando lo único que tu gobierno puede ofrecerte como refugio es una gruta, ¿en qué punto la Revolución se convirtió en esto?

Ante este panorama, uno no puede evitar preguntarse si el futuro para los cubanos del oriente, y para Cuba entera, será un regreso a lo primitivo. Melissa pasará en un día, pero el derrumbe es estructural y permanente.

El gobierno, que según sus ciudadanos ha dado la espalda al pueblo, parece más interesado en construir hoteles vacíos que en levantar las casas de sus propios hijos.

Así las cosas, la pregunta no es si sobrevivirán al huracán, sino si su porvenir estará escrito en las cuevas que ya los acogen. La verdadera tempestad no viene del mar, sino del colapso de un sistema que ha abandonado a su suerte al que dice proteger.

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