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Por Jorge Sotero ()
La habana.- Qué notición. Qué alegría para la aviación mundial. Cubana de Aviación, esa línea aérea tan famosa por su puntualidad, su confort y sus estándares de seguridad intachables, anuncia el regreso de su joya de la corona: el Ilyushin Il-96-300.
Tras una exhaustiva reparación de 18 meses en Bielorrusia —un lugar tan conocido por su industria aeronáutica de vanguardia como por sus paisajes—, el pájaro de acero está listo para surcar de nuevo los cielos. Que se retire el Boeing, que se esconda el Airbus. El avión que la tecnología occidental no pudo mejorar vuelve a la pista.
El Il-96, un modelo tan moderno que en occidente lo consideran una pieza de museo, ha sido sometido a una «modernización». Suena bien, ¿verdad? Le han actualizado los sistemas de navegación, que antes calculaban la posición con un mapa y una brújula, y los motores, que antes consumían más combustible que un yate en el Malecón. Todo ello, por supuesto, por un modesto precio de varios millones de dólares. Dinero bien invertido para un avión que es, según los expertos, «vital». Vital, sobre todo, para quien quiera sentir la auténtica experiencia de volar en los años 80.
El presidente de Cubana, Alberto Méndez, no ha podido contener la emoción y ha agradecido al gobierno bielorruso esta «colaboración esencial». Y lo es. Es esencial mantener esta ruta aérea tan concurrida, tan demandada, como es La Habana-A cualquier lugar. Seguro que las listas de espera son kilométricas. Los turistas que llegan a la isla lo primero que preguntan es: «¿En qué día sale el vuelo directo a Minsk?». Es el viaje soñado.
Y uno lee la noticia, tan esperanzadora, y no puede evitar hacerse una pregunta, solo una, muy sencilla: ¿quién se monta? ¿Quién es el valiente, el aventurero, el temerario que compra un billete para surcar el Atlántico en un Ilyushin reparado en Bielorrusia, con piezas de una industria rusa sancionada y mantenido por una aerolínea que usa más inventiva que manuales de ingeniería? Debe de ser el mismo tipo que se hace tatuajes con agujas usadas o que salta en paracaídas revisado por un mecánico de bicicletas.
Pero no somos justos. Este avión es un símbolo. Un símbolo de la resistencia, de la autosuficiencia, de esa capacidad casi mágica de hacer que lo imposible… siga siendo imposible, pero con más estilo. Mientras el mundo se obsesiona con la eficiencia y la seguridad, Cuba y sus aliados demuestran que lo realmente importante es el simbolismo político. Que un avión vuele o no, es lo de menos. Lo crucial es que pueda despegar en un reportaje de televisión.
Así que, ¡enhorabuena! A finales de noviembre, el Fénix de los Ilyushin alzará de nuevo el vuelo. Un triunfo de la cooperación bilateral sobre las leyes de la física, la lógica y el sentido común. Un canto a la fe, porque lo que se necesita para subirse a ese aparato no es un billete, sino una fe inquebrantable. Fe en los técnicos bielorrusos, fe en los repuestos rusos, y sobre todo, fe en que el milagro de volar no dependa de cosas mundanas como la aerodinámica o los manuales de mantenimiento.