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EL EXPERIMENTO DE STANFORD Y LA ILUSIÓN DEL PODER

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En el verano de 1971, el psicólogo Philip Zimbardo, de la Universidad de Stanford, ideó una experiencia que cambiaría para siempre la comprensión humana sobre el poder y la corrupción.

Seleccionó a 24 estudiantes, jóvenes saludables, inteligentes y llenos de futuro. Ninguno tenía antecedentes criminales. Eran, en teoría, “buenas personas”.

Los dividió al azar: unos serían guardias. Otros, prisioneros.

Transformaron el sótano del Departamento de Psicología en una prisión improvisada. Para dar más realismo, los “prisioneros” fueron arrestados en sus propias casas por la policía real, esposados, fichados y trasladados al lugar.

Ahí, su identidad desapareció: ya no eran personas, sino números. 8612. 416. 2093. Tres por celda. Sin nombres. Sin rostro.

Los guardias, en cambio, llevaban uniformes, gafas de espejo y porras. Ellos tenían el control… o eso creían.

El comienzo

El primer día fue tranquilo. Pero a partir del segundo, algo en la atmósfera empezó a agrietarse. Los prisioneros se rebelaron. Los guardias, humillados, respondieron con dureza. Las reglas no escritas comenzaron: flexiones obligatorias, privaciones de sueño, humillaciones públicas.

En solo 36 horas, el prisionero 8612 sufrió un colapso nervioso: lloraba, gritaba, pedía salir. Se lo llevaron. Su reemplazo, el prisionero 416, se convirtió en el nuevo foco de castigo. Lo encerraron en un pequeño armario, lo privaron de comida, lo humillaron ante todos.

El hedor de los baldes usados como baños impregnaba el aire. La desesperanza también. Los prisioneros olvidaron que estaban en un experimento, que podían irse si querían. Suplicaban liberación bajo fianza. Pedían permiso para existir.

Mientras tanto, los guardias, embriagados por su poder, se volvían cada vez más crueles.

¿Y Zimbardo? Atrapado también en su rol de alcaide ficticio, fue incapaz de ver el abismo en el que todos se estaban precipitando. Hasta que su novia, Christina Maslach, visitó el experimento.

El poder y el horror

Solo bastaron unos minutos. Al ver el horror, gritó:

“¡Esto es inhumano! ¡Estás torturando a estos chicos!”

Fue su voz —externa, limpia, humana— la que despertó a Zimbardo de su propia ceguera.

El experimento, que debía durar dos semanas, fue cancelado en apenas seis días. El Experimento de la Prisión de Stanford dejó una cicatriz profunda en la historia de la psicología: Bajo las condiciones adecuadas, bajo presión, bajo la ilusión del poder… Incluso la mejor persona puede convertirse en su peor versión.

Una advertencia eterna: La monstruosidad no habita únicamente en los “otros”.

Puede nacer en nosotros… si olvidamos quiénes somos.

(Tomado de la Págia en Facebook Datos Históricos)

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