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El estrés post-huracán y otras mentiras oficiales

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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- El presidente Miguel Díaz-Canel ha descubierto el agua tibia: en Granma hay descontento. Tras el paso del huracán Melissa, el mandatario, en un ejercicio de empatía forzada, reconoció haber «escuchado el descontento y las peticiones de ayuda». Pero en un giro predecible, el diagnóstico del médico de la nación es que el pueblo sufre de «estrés» y «preocupación». Una vez más, el régimen recurre al diccionario de la psicología barata para medicalizar una crisis que es, ante todo, política, económica y moral.

Reducir la rabia acumulada en años a un síndrome post-huracán no es solo una simplificación, es un acto de cinismo. El huracán no creó la miseria; la destapó. Derribó techos que ya se caían a pedazos, inundó hogares que nunca tuvieron un drenaje digno y arrasó con cultivos en una tierra que el Estado ha mantenido en el abandono crónico. La gente no protesta solo porque perdió sus pertenencias, sino porque lleva décadas perdiendo la esperanza. El «estrés» del que habla Díaz-Canel se llama, en la vida real, hambre, desesperación y la certeza de que mañana será peor que hoy.

Mientras el presidente insta a los funcionarios a «ponerse en el lugar del otro», su gobierno sigue sin ponerse al lado del pueblo. Las cifras que él mismo reconoce son aterradoras: 75.000 desplazados, 8.400 viviendas dañadas, miles de hectáreas agrícolas perdidas. Pero estas no son solo estadísticas de un desastre natural; son el resultado de un desastre administrativo de larga data. ¿De qué sirve la empatía de un día si el sistema estructural que produce y reproduce esta vulnerabilidad permanece intacto e intocable?

Seis décadas de desgobierno, tormenta perfecta

La verdadera causa del «estrés» cubano no es un fenómeno meteorológico, sino la tormenta perfecta de seis décadas de desgobierno. Es el estrés de hacer colas interminables para no encontrar comida; de ver a un familiar morir por falta de medicamentos; de ganar un salario que no alcanza para nada; de vivir en un país donde la única estrategia de supervivencia es irse. El huracán fue un episodio trágico en una emergencia nacional permanente que el gobierno se niega a nombrar.

Díaz-Canel promete que «Cuba se recuperará», el mismo eslogan vacío que hemos escuchado ante cada crisis. Pero la gente ya no cree en los cuentos de hadas revolucionarios. La «recuperación» que anhelan no es volver a la precariedad de ayer, sino construir un futuro donde un huracán no los hunda en el abismo porque el Estado, en lugar de gestionar la escasez, garantice las condiciones para una vida digna.

Al final, la tesis del «estrés post-huracán» es otra cortina de humo. Es el intento desesperado de un poder que se ve obligado a reconocer el síntoma —la protesta— para ocultar la enfermedad: su propio fracaso. El huracán pasará, las aguas bajarán, pero el descontento seguirá ahí, creciendo, porque está alimentado por una fuente mucho más profunda y poderosa que cualquier viento: la dignidad humana, que tarde o temprano siempre se rebela contra la mentira.

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