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«El enemigo más temible es el soldado al que no le importa morir o seguir vivo, y esta cultura permeó en todas las fuerzas imperiales.»
El Ejército Imperial Japonés del período de 1931 a 1945 era una combinación extraña: una fuerza moderna, bien entrenada y armada, pero imbuida de las tradiciones antiguas y cerradas de un pueblo que acababa de salir de siglos de un autoimpuesto aislamiento del mundo moderno.
Las contradicciones de la sociedad japonesa se reflejaban en sus fuerzas armadas, que abrazaban cualquier avance tecnológico militar pero seguían ancladas en las costumbres de una sociedad medieval, esencialmente feudal.
Estas contradicciones crearon un ejército que era un enigma para la mayoría de los observadores extranjeros, un ejército que fue fatalmente malinterpretado y menospreciado por sus enemigos en los primeros compases de la guerra, pero que al mismo tiempo fue terriblemente vulnerable a ellos en cuanto mostró sus peculiares debilidades.
La adaptabilidad, las tácticas agresivas, el valor fanático y la obediencia ciega del soldado japonés iban a dar a ese ejército una victoria tras otra durante la guerra contra China en la década de 1930 y en las ofensivas relámpago contra las fuerzas estadounidenses, holandesas, británicas y de la Commonwealth en Asia y el Pacífico en 1941-1942.
A mediados de 1942, las fuerzas armadas imperiales japonesas habían expandido enormemente el Imperio en una espectacular campaña de conquista de 6 meses.
Tanto había conquistado el ejército nipón que ahora se hallaba desplegado en el extremo de unas líneas de suministro extraordinariamente largas. El sistema logístico japonés era inadecuado – e incluso primitivo – a todos los niveles, pero los planes del alto mando para defender un perímetro tan inmenso no parecieron tener esto en cuenta.
El Imperio quedó abrumado por la capacidad de EE.UU. de producir cañones, carros de combate, buques y aviones, y de tripularlos. Japón por su parte carecía de la base industrial necesaria para mantener a sus desperdigadas fuerzas armadas y reemplazar las enormes pérdidas sufridas.
La disparidad entre la producción de guerra de EE.UU. y Japón queda de manifiesto en una estadística extraordinaria: por cada soldado japonés en el Pacífico había 1 kg. de material, mientras que por cada estadounidense había 4 toneladas.
Otro dato: ya en 1941, la producción de aviones estadounidense era 4 veces mayor que la japonesa, una brecha que se iría ampliando de forma imparable. Sin embargo, el carácter único de la milicia japonesa le permitió desafiar esas condiciones tan negativas. Aunque sus fieras batallas defensivas no lograron otra cosa que enormes pérdidas humanas, todavía había 2 millones de soldados dispuestos a defender las islas metropolitanas de la invasión aliada cuando el lanzamiento de las bombas atómicas.
Para mediados de 1942, el Ejército Imperial Japonés se había ganado la reputación de invencible entre las conmocionadas tropas aliadas, pero en cuanto éstas empezaron a contraatacar – en Guadalcanal y Nueva Guinea – salieron a la luz las deficiencias de dicho ejército y se aprendió a explotarlas. La mayoría de los comandantes japoneses carecían de imaginación más allá de la doctrina de atacar a toda costa: cuando el ataque fallaba, tendían a repetir el intento hasta que sus tropas quedaban diezmadas.
A diferencia de los ejércitos occidentales, el japonés apenas progresó en cuanto a mecanización. Sus unidades siguieron siendo esencialmente fuerzas de infantería apoyadas por artillería media y cuyo transporte seguía dependiendo de caballos y mulas. El ejército nipón andaba escaso de artillería pesada y era incompetente en su uso, pues se ponía todo el énfasis en el apoyo inmediato a la infantería.
La planificación y ejecución logística fue mala desde el principio: en el invierno de 1942-43, en Nueva Guinea, decenas de miles de soldados fueron más o menos abandonados a su suerte, y no sería la última vez. Existía una fuerte rivalidad entre el Ejército y la Marina Imperial, lo que tenía unas consecuencias nefastas en unas campañas en las que la cooperación interarmas era vital.
El Ejército Imperial Japonés poseía importantes cualidades tácticas que puso en práctica casi hasta el final. El enemigo más temible es el soldado al que no le importa morir o seguir vivo, y esta cultura permeó en todas las fuerzas imperiales. Los Aliados descubrieron que era casi imposible tomar prisioneros japoneses: «la muerte antes que la rendición»era un principio genuino y no sólo un eslogan.
Las posiciones de campaña que los japoneses defendían hasta la muerte solían ser numerosas, bien emplazadas y de sólida construcción. Su talento para el camuflaje era de primer orden, y su disciplina de fuego, excelente. Habían aprendido de sus errores.
En Tarawa fortificaron todo el perímetro de la isla, por lo que cuando los norteamericanos desembarcaron en el lado opuesto al más esperado, una gran parte del plan defensivo se vino abajo, pues no existía un reducto central desde el que lanzar contraataques en todas direcciones.
En Peleliu y en adelante se aplicó esa lección: la mayor parte de guarniciones estaban desplegadas en amplios y complejos sistemas tierra adentro formados por emplazamientos de armas, búnkeres profundos, túneles interconectados y cuevas naturales optimizadas. Aunque básicamente defensivas, las tácticas japonesas implicaban siempre contraataques inmediatos y desesperados para retomar el terreno perdido.
Dado el escaso valor que se daba a la vida del soldado japonés, no es extraño que éste tuviese en una estima aún menor la de los extranjeros. Entrevistas a veteranos han confirmado que era habitual que, al llegar a una unidad en el frente chino, el soldado fuese obligado a demostrar su obediencia y su espíritu matando a bayonetazos a un prisionero o campesino chino (o, si el recién llegado era un oficial, decapitandolo con su espada).
Espoleados por sus mandos, estos soldados embrutecidos producto de una sociedad que se vanagloriaba de su superioridad racial trataron a los civiles de los territorios conquistados con una crueldad medieval.
En China, la pesadilla de los ataques guerrilleros desembocó en la aplicación de la política oficial de los «tres todos»: «quemadlo todo, cogedlo todo, matadlo todo».Tampoco sorprende que veteranos de China siguiesen comportándose de la misma forma cuando fueron transferidos al sur para «liberar» a otras razas asiáticas, en especial cuando las deficiencias de su sistema logístico los dejó a expensas de lo que pudiesen requisar.
Los Aliados descubrieron que era casi imposible tomar prisioneros japoneses: «la muerte antes que la rendición» era un principio genuino y no sólo un eslogan. Cuando se quedaban sin posibilidad de seguir resistiendo, se mataban en sus pozos de tirador, sus cuevas, fortines o búnkeres, o se inmolaban en suicidas cargas banzai o arrojándose bajo los tanques con una granada.
Antes de 1945, el escaso número de prisioneros hecho entre fuerzas japonesas derrotadas – sobre todo heridos, de entre los miles de muertos en el campo de batalla – no incluía ningún oficial de graduación superior a la de comandante. En consecuencia, en todos los campos de batalla, cada posición japonesa tenía que tomarse individualmente, con fuego de artillería seguido de carros, ametralladoras, cargas explosivas, lanzallamas y granadas de mano.
Ello era muy costoso en vidas estadounidenses y no sorprende que, después de haber experimentado este tipo de combate, pocos infantes aliados se tomasen demasiadas molestias en hacer prisioneros japoneses.