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Por Rioger Guilarte ()

Hay ruinas que son de piedra, y hay otras, más hondas, que anidan en el alma.

La revolución cubana —ese mito fatigado que alguna vez se creyó epopeya— no solo devastó instituciones, economías o proyectos de vida: modeló un tipo humano. Y en ello reside su mayor crimen.

Porque más allá del embargo, del hambre o del exilio, hay un daño invisible, que se arrastra de generación en generación como un conjuro maldito: el daño antropológico.

El desarraigo del pensamiento, la mutilación de la duda, la desconfianza sistemática del otro, el orgullo estéril de no saber.

Fidel, demiurgo y celador, supo desde temprano que el peor enemigo de su poder no era el imperio, ni siquiera la Iglesia, sino el ciudadano libre.

Contra él dirigió su furia más íntima: lo condenó al miedo, al silencio y al simulacro. Lo convirtió, como en una fábula oscura, en su propio carcelero.

Así, el odio del líder a las ideas ajenas no fue un accidente de la historia, sino su columna vertebral.

No bastaba con censurar la oposición: había que vaciarla de sentido, ridiculizarla, asociarla con la traición, con el crimen, con lo innombrable.

Y así, entre discursos infinitos y consignas mecánicas, se edificó una antropología del sometido. El cubano —aquel que alguna vez discutía en cafés sobre poesía, filosofía o política— fue sustituido por una criatura nueva: vigilante, recelosa, atrapada entre la nostalgia y la supervivencia.

Muchos, adoctrinados hasta la médula, defienden el fracaso como si fuera una virtud, o una hazaña.

Algunos por ignorancia del mundo exterior —que se les ha presentado como un infierno capitalista— y otros, más trágicos aún, por conveniencia: porque han aprendido a vivir del naufragio, a medrar entre las ruinas.

El odio al capitalismo no fue, como se quiere creer, un gesto ético. Fue una excusa para no competir. Para no innovar. Para no ceder poder.

Y en nombre de ese odio, se desmontó la iniciativa, se persiguió al emprendedor, se criminalizó al disidente, se condenó al que soñaba con otra vida.

Pero el daño es más profundo: se normalizó el caos. El apagón, la cola, la escasez, la doble moral, la mentira cotidiana. Se impuso una estética del desastre, una ética de la resignación.

Y el pueblo cubano, tras décadas de sobrevivir, ya no recuerda cómo era vivir.

Ahora malvive con los pocos dólares provenientes de un exilio que continúa siendo manipulado y extorsionado, y se ilusiona con proveer un mejor plato para su mesa.

La tiranía en el alma

No hay mayor tiranía que la que se infiltra en el alma. El castrismo no necesitó omnipresencia; le bastó con sembrar el miedo en la conciencia de cada cubano.

Hoy, muchos repiten lo que no creen, fingen lo que no sienten, niegan lo que ven y rehuyen de la objetividad. Porque el hábito del sometimiento, cuando se hereda, se vuelve cultura.

Fidel no construyó un país: construyó un relato. Y en ese relato, donde la épica eclipsa la verdad, se pierde el hombre.

La isla es una fábula que aguarda y se exhibe como parque de atracciones.

Aún hay quienes creen que Cuba puede salvarse sin renunciar al dogma que la ha arruinado. No comprenden que no se trata de economía, sino de espíritu.

El daño no está solo en las paredes desconchadas o en el peso sin valor, sino en la forma misma en que se percibe la realidad: como algo que no se puede cambiar, como un destino ineludible.

Pero mientras el adoctrinado confunda sumisión con virtud, y mientras el poder continúe fabricando sombras para que nadie vea el sol, Cuba no será libre.

Y el cubano, como en un espejo quebrado, seguirá buscando en su reflejo un rostro que ya no reconoce.

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