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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- Hay algo que no cuadra, o sí, y por eso duele. En Santiago, en Holguín, en esos pueblos del oriente donde el huracán arranca los techos como si fueran tapas de lata, la gente corre hacia las iglesias. No hacia los hoteles de cemento firme, ni hacia las resorts del Estado con sus minibares vacíos y sus piscinas llenas de hojas.
Corren hacia el pastor, hacia la monja, hacia la puerta de madera de una capillita que quizás ni siquiera tiene generador. Y ahí dentro, en el olor a humedad y a gente amontonada, hay un plato de comida. Hay un colchón en el suelo. Hay un «hermano, pase, aquí tiene un lugar».
Mientras, en la carretera, los complejos turísticos, esas fortalezas del capitalismo estatal, bajan sus persianas metálicas con un ruido seco, a cal y canto. No es que no haya habitaciones. Es que las hay, vacías, silenciosas, esperando a que pase el temporal para volver a ser un producto. La solidaridad, parece, tiene dueño. Y no es el que ostenta la bandera.
Los pastores, esos tipos de alpargatas y biblias subrayadas, no tienen un plan quinquenal. No tienen recursos centralizados. Tienen, quizás, una olla más grande de lo normal, unas latas de conservas donadas y la fe inquebrantable en que si hoy ayudan a otro, mañana alguien ayudará a su hijo.
Es una economía del instinto, de la pura necesidad humana. En cambio, el Estado, ese que es dueño de los medios de producción, de los hoteles, de la distribución de alimentos, ese que se presenta como la gran familia, se burocratiza en la emergencia. Se convierte en un manual de procedimientos donde no hay un capítulo para «abrir las puertas sin preguntar».
El protocolo, supongo, es más importante que el refugio. La seguridad de la propiedad, más que la de las personas. Es curioso: los que predican la colectivización de todo son, cuando llega el diluvio, los individualistas más férreos. Protegen su patrimonio. Los curas y pastores, en cambio, colectivizan hasta el último grano de arroz.
Los que evacúa el gobierno, van a una vieja escuela, a una nave abandonada, a algún lugar donde les llega una ración magra, mal elaborada. ¡Ah y le ponen un médico y una enfermera, porque creen que con eso basta.
¿Dónde está la sensibilidad? Se me ocurre que la sensibilidad no es un discurso, ni una consigna pintada en una valla. La sensibilidad es la llave que gira en la cerradura a las tres de la madrugada para que entre una familia empapada. Es el agua caliente en un termo para un anciano. Es lo que sobra cuando la ideología se acaba.
Los que gobiernan, los dueños de todo en nombre de todos, parecen vivir en una realidad paralela, una donde la estadística de damnificados es más importante que el temblor de la mano que recibe un plato de sopa. Su sensibilidad está cifrada en informes, en reuniones de evaluación de daños, en promesas de reconstrucción que suenan a eco lejano.
La de los pastores está en el brazo alrededor del hombro de un hombre que lo perdió todo. Es abrazar, no gestionar. Es llorar con el que llora, no contabilizar sus lágrimas.
Al final, el huracán no solo pone a prueba los techos y los postes de electricidad. Pone a prueba las entrañas. Y en el este de Cuba, como en tantos otros lugares, la prueba la están pasando con nota aquellos a los que el poder mira con recelo, esos mismos a los que acusa de ser agentes de un imperio extranjero.
Mientras el imperio local cierra sus puertas, ellos las abren. Es una imagen tan poderosa y tan triste que duele mirarla de frente: la revolución, la de verdad, la de la gente ayudándose sin pedir carnet ni credo, sucede en los sótanos de las iglesias, no en los palacios de gobierno.
Después del viento, queda el silencio incómodo. Y en ese silencio, una pregunta se instala, tan pesada como los escombros: si el paraíso socialista que nos pintaron no es capaz de ofrecer un plato de lentejas y un sitio seco para dormir en la tormenta, ¿qué queda entonces?
Quizás solo queda lo de siempre: la fe, la caridad, esa red invisible y frágil que tejen los que no tienen nada, salvo la humanidad que a los poderosos, a veces, parece habérseles escapado por la rendija de un protocolo. El huracán se va. La pregunta se queda, revoloteando como un mosquito insistente en la noche caliente del oriente.