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El desgaste del abandono: huracán, virus y el Estado fallido en Cuba

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Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

Houston.- El paso del huracán Melissa por las provincias orientales de Cuba no solo desató vientos, lluvias y destrucción: dejó al descubierto una verdad que la cúpula gobernante intenta ocultar desde hace décadas. La isla sufre hoy una combinación letal: desastre natural, epidemia generalizada y una estructura estatal incapaz —o peor aún, no dispuesta— a proteger a su pueblo.

Melissa tocó tierra en Cuba como huracán de categoría 3, con vientos sostenidos de 120 mph y provocó que al menos 735 000 personas fueran evacuadas previamente. Se estima que 3,8 millones de cubanos estuvieron expuestos a vientos extremadamente fuertes en el este de la isla.

El ciclón hizo evidente lo que ya era evidente: hospitales sin agua, sin colchones, sin una sábana limpia; policlínicos sin electricidad; dispensarios sin medicinas. Ni una aspirina, ni un termómetro. Nada. El país entero parece condenado a su suerte mientras las autoridades repiten consignas vacías.

A la devastación del huracán se suma una epidemia que recorre la isla como un manto de sombra: dengue, chikungunya, Virus Oropouche y otros virus proliferan en un ambiente ideal para su expansión. Se estima que al menos un 30 % de la población cubana ha padecido dengue o chikungunya en esta ola reciente. En la provincia de Matanzas, se registran cerca de 460 síndromes febriles diarios según reportes de octubre de 2025.

Maquillaje versus realidad

La población vive en un estado de miedo, fiebre y desamparo, mientras las autoridades maquillan la realidad y manipulan estadísticas. Se muere de dengue y se certifica neumonía. Se muere de un virus hemorrágico y el certificado dice tuberculosis. El engaño no es casual: es política de Estado.

“Sentía unos dolores en las articulaciones que no me dejaban levantarme. Me decían que era artritis, pero todos sabemos que fue chikungunya y no recibí nada más que pastillas viejas.” — cuenta un residente de La Habana bajo condición de anonimato.

La demanda popular por declarar una emergencia sanitaria creció hasta convertirse en un clamor. El régimen resistió, dudó, lo pospuso… hasta que la presión los obligó. Cuando finalmente anunciaron la emergencia, ya era tarde para cientos de familias. El tiempo perdido se traduce en vidas perdidas.
Pero lo más doloroso no es la tragedia en sí, sino la respuesta del poder.

La ayuda internacional comienza a llegar… y el Estado la acapara

Lo toma todo. Lo guarda. Lo reparte sólo a conveniencia política. Y lo que puede vender, lo vende. Los damnificados deben pagar por colchones, por agua, por insumos que el régimen no compró, pero controla. Una práctica tan vieja como el propio sistema: recibir donaciones y convertirlas en mercancía.
Mientras tanto, las comunidades más afectadas viven rodeadas de escombros, aguas estancadas, mosquitos y basura acumulada. El país entero parece un depósito de abandono. Sólo lo que recauda y distribuye la Iglesia Católica —y algunas instituciones civiles— llega verdaderamente a las manos de quienes lo necesitan.

La cúpula, desesperada por sostener un relato de control, finge normalidad. Miente. Censura. Oculta la magnitud real de la catástrofe. Pero la realidad es tozuda: Cuba se hunde entre enfermedades, ruinas y una miseria moral que brota desde la propia estructura del poder.

Huracán. Epidemia. Colapso sanitario. Miseria profunda. El pueblo cubano enfrenta hoy no solo los embates de la naturaleza, sino el daño más devastador: un Estado que, en vez de proteger, asfixia; que en vez de auxiliar, comercializa; que en vez de servir, domina.

La tragedia no es sólo material: es ética.

Y sus víctimas no serán solo los de hoy, sino las generaciones por venir.

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