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Por Ernesto Ramón Domenech Espinosa

Toronto.- Era principios de Junio del 2007. Había estado dando una “Consolidación”, esa especie de fraude autorizado en Cuba, para el examen de física a los alumnos del grado 12 de la Facultad Obrera. Terminé un poco antes de las 8:00 p.m, pasé a ver a dos amigos para recoger unos libros y me fui directo a casa de Paco. Era una visita programada.

En la misma esquina, antes de girar a la derecha desde Montalvo a Maceo, me tropecé con Manolo. Venía en bicicleta, se detuvo. Sin mediar, saludo me soltó:

-Ernesto, a Paco lo tienen cercado. Los chivatos del pueblo, tú sabes.

-Ah, esos siempre están en las mismas, dije sin mostrar mayor interés.

-Bueno, cualquier cosa me avisas. Anda con cuidado y volvió a darle a los pedales.

-Seguro. Nos vemos el sábado en casa del Sanma, alcancé a soltar.

El aviso me puso en alerta, pero tenía que ver esa noche al Paco. Al fin y al cabo, ya estábamos acostumbrados a esa vigilancia frente a las casas, a esa persecución abierta y permanente, a esa detenciones arbitrarias para evitar protestas, reuniones, o simplemente para intimidar a la Oposición y su entorno más cercano, familiares y amigos.

La fundación

Paco tenía planeado viajar al otro día a Santa Clara. Pensaba llevar a Coco Fariñas los registros de préstamos de las Bibliotecas que él y yo organizamos en Cruces. Fariñas, entre otras ocupaciones, era el coordinador en la región central del país del Proyecto de Bibliotecas que de manera ilegal funcionaban en todas las provincias. Se quería verificar el trabajo que estábamos haciendo en ese sentido.

Habían pasado cuatro años desde que Nereida Losada y Mariela Aquit, mujeres con un valor del carajo, me habían propuesto la idea de fundar una Biblioteca Independiente en Cruces. No se necesitaban muchos requisitos y ya yo tenía lo principal: un librero con poco más de 400 libros y revistas de casi todos los géneros literarios, incluyendo la ciencias. Con la ayuda decisiva del abogado invidente Juan Carlos González Leiva y la contribución de otros amigos creamos en el 2003 la Biblioteca Independiente “José Ángel Buesa”, en los altos de la calle Juan Bruno Zayas # 220.

Caras nuevas

Ya casi llegando a casa de Paco noté caras nuevas en el cerco policial. No era lo común. En la acera de enfrente, apostados en la esquina y en los portales conté ocho “elementos”. Ya no podía regresar, se habían percatado de mi presencia, sería muy sospechoso un giro de 180 grados. Preferí arriesgarme, mantuve el paso, y entré sin más a una casa de puntal alto con puerta entreabierta.

No recuerdo si Jorge Cáceres ya estaba en el lugar o si llegó al poco rato. Francisco Blanco, Paco, es un hombre de trato difícil, golpes de la vida y años de acoso policial le han provocado cierta fragilidad emocional y psíquica. Aquella tarde-noche lo noté angustiado, alterado. Después del saludo, sin mucho preámbulo, hizo un aparte y me llevó a su cuarto.

-Creo que se me van a tirar estos cabrones. Olvida el viaje a Santa Clara, vete y llévate tus cosas, sentenció en voz baja.

No era momento para una discusión. Acepté sus razones sin replicar, volvimos a la sala. Esperé unos cinco minutos y, sin despedirnos, volví a cruzar la puerta y el portal. Ya en la acera enfilé buscando la calle Heredia. Cáceres iba conmigo. En una jaba de hacer mandados llevaba un short, un pulóver, el tomo de Física de 12 Grado, los papeles con los ejercicios del repaso para el examen, la Libreta-registro y dos libros: “Cómo llegó la noche” y “Alina: memorias de la hija rebelde de Fidel Castro.”

El arresto

Caminamos unas cinco cuadras apenas sin hacer comentarios. Pensamos que era una falsa alarma. Nos equivocamos. A la altura del Correo sonó un frenazo. Del Niva bajaron de un salto los segurosos. Pedro Díaz Geler venía al frente. No hubo diálogo, fue confrontación directa. Decidieron mi arresto, y en medio del forcejeo traté de pasar a Cáceres la jaba, pero los tipos se abalanzaron sobre mí y la arrancaron entre golpetazos y amenazas.

Directo a la estación de Policías. Me quitaron todas las pertenencias y me dejaron por una hora en un cuarto pequeño. Luego me pasaron a una oficina algo más grande. Eran tres, un agente con uniforme de la PNR entre ellos. Lucían contentos, tenían por fin la “Prueba del Crimen”. Empezó un interrogatorio-acusación de dos horas. En esos casos siempre actúo de la misma manera; después del susto y la agitación iniciales, recobro el ánimo, no acepto comida o bebida alguna, y respondo poco o nada, o contra pregunto.

El diálogo con los represores

Sin entrar en detalles y pasando por alto algunas estupideces e intentos de intimidación esto sería lo esencial de la “conversación” entre agentes y detenido.

– Ya nos tienes un poco cansados con tus libros de mierda. Te estás buscando 10 años en Ariza.

– ¿Y cuál es el delito?, los miraba a la cara.

-Tú sabes. Subversión y propaganda enemiga.

– Yo presto libros.

-No, tú repartes panfletos, libros no autorizados y revistas que son pura basura, tratan de desacreditar a la Revolución y sus líderes. Incluso incitaciones a la violencia.

– ¿Dónde está esa lista de libros que no se pueden leer o prestar? ¿Violencia de qué?

-Nosotros aquí decidimos qué se escribe, qué se lee y qué se puede decir. ¿Qué carajo es eso de “Los Terroristas? No te hagas el listo.

– Ustedes creen que pueden controlarlo todo y a todos. A mí, no. Ah, y “los Terroristas” es una novela policiaca de dos escritores suecos. La compré aquí, en la librería.

El final

Luego de idas y venidas, de insultos y amenazas, de gritos y golpes en la mesa, las conclusiones. El Chivato Mayor (por grados y estatura), Pedro Díaz Geler, decretó:

– Vamos a dejar esto claro de una vez, Ernesto. Aquí mandamos nosotros, y te vamos a descojonar a ti, a la Biblioteca, a los libros y a todo el que se meta por el medio.

-Hagan lo que tengan que hacer, yo haré mi parte, fue lo último que dije.

Serían las 11:30 de la noche cuando me dejaron ir. Me devolvieron la jaba con el short, el pulóver, el texto de Física y las hojas de ejercicios. El Registro Bibliotecario y los libros de Huber Matos y Alina quedaron decomisados, como mismo decomisaban un TV robado o unos pescados que se venden sin licencia de cuenta propia. Protesté en vano. Me fui.

Sabía que el “decomiso” tendría consecuencias. Un crimen tiene casi siempre el autor y sus cómplices. Y aunque ya era tarde, mientras meditaba sobre lo sucedido, me fui a avisar a un grupo de amigos lectores. En aquella Libreta reconvertida en Documento de control para prestar libros aparecían nombres, firmas, títulos prestados, y la fecha de entrega.

No pude hablar con todos aquella noche. Seguí haciendo visitas a la mañana siguiente, desde temprano. Con mucha vergüenza, cargando mi responsabilidad, expliqué a unas 100 personas, lo sucedido. Les ofrecí disculpas, les di la opción de negar la lectura de esos libros, de afirmar que yo había falseado el Registro. Esperaba la reacción.

La represión del terror

Mis sospechas se cumplieron. A los tres días comenzaron las citaciones e interrogatorios a personas cuyos nombres aparecieron junto al título de un libro en una libreta forrada con una carátula de la revista “Correo de la UNESCO”; valga la ironía. No todos fueron llamados a la Sede de la Seguridad del Estado en Cruces, hicieron un descarte por edades y comportamiento social.

El Terror que aplica el Estado Totalitario contra todos los cubanos tiene probada eficacia. Pero esa vez el grupo de Pedro Díaz Geler, Reinier Águila Rodríguez, Roberto Vázquez Pi, Manuel Alcedo, Tabito Mena, Pedro Pérez Turiño y Javier Prieto Stuart no quedaron satisfechos con los resultados. La redada contra la palabra escrita y lectores underground no tuvo el efecto esperado.

Algunos de aquellos lectores me retiraron el saludo y me señalaron, no pude recuperar los libros robados (quizás quemados), y perdí mis contratos de profesor de Física, Química, Matemáticas e Inglés en la Facultad Obrera, Ciencias Médicas y la Sede Pedagógica por pertenecer a la honrosa categorìa de los «No Confiables».

A pesar de todo, la Biblioteca siguió funcionando hasta el 2010, llegaron otros títulos y autores desde España, Holanda, USA y La Habana, conservé los amigos de siempre, regalé a Carlos Trelles su novela favorita, “Los Terroristas”, y en un librero de Toronto vuelven a compartir espacio Faulkner, Dostoievski, Kafka, Borges, Huber Matos, Carlos Alberto Montaner, Reinaldo Arenas, Martí, La Biblia, Hesse, Melville, Cabrera Infante, Vargas Llosa, Bukowski, Pasternak, Kawabata, Bulgakov y Thomas Mann.

El Crimen de la lectura ha expirado.

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