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Por Luis Alberto Ramirez ()
En ninguna nación verdaderamente libre los ministros dedican más tiempo a la televisión que a gobernar. Pero en Cuba, eso parece no solo normal, sino parte estructural del sistema. La escena es repetitiva: funcionarios encorbatados, rostros tensos y lenguaje artificial, compareciendo una y otra vez ante las cámaras para explicarle al pueblo cómo se va a distribuir la escasa comida disponible.
No para anunciar una política transformadora, ni para rendir cuentas sobre logros reales, sino para detallar, como quien reparte forraje, cómo se van a repartir unas libras de arroz, un puñado de chícharos y, si hay suerte, algo de pollo congelado.
Este es el mejor ejemplo de cómo el régimen cubano no ve a sus ciudadanos como seres libres, responsables de su destino, sino como animales de corral. En un corral, los animales no se procuran la comida por sí mismos: se la reparten. Y eso exactamente es lo que ocurre en Cuba. Un Estado que ha sustituido el derecho a la libertad por el deber de esperar. Esperar a que le digan qué hay, cuánto hay y dónde hay que hacer la cola.
La realidad es tan absurda que cuesta creerla desde fuera. ¿En qué otro país un ministro de economía tiene que aparecer en televisión para explicar por qué no hay pan hoy? ¿Dónde se ha visto a un ministro de comercio exterior justificar ante las cámaras que el buque con frijoles se atrasó porque el proveedor no confió en la carta de crédito? En Cuba sí, porque allí el desastre económico no solo es cotidiano, sino también televisado.
Contrasten eso con cualquier nación que se respete. Imaginen por un momento a Nayib Bukele interrumpiendo su agenda presidencial para aparecer en la televisión y decirle a cada salvadoreño cuántas tortillas puede comprar esta semana. Es ridículo, pero en la Cuba del Partido Comunista, es política de Estado. No es solo una costumbre: es un mecanismo de control psicológico. Convertir la miseria en un espectáculo, el fracaso en narrativa heroica y la escasez en doctrina revolucionaria.
Ese afán de justificar lo injustificable no se limita a la comida. Se extiende a la educación, la salud, el transporte, la energía. Todo lo que en el resto del mundo moderno es una responsabilidad compartida entre ciudadanía y gobierno, en Cuba es un favor que el Estado concede con arrogancia y que el pueblo debe agradecer sin cuestionar.
La Cuba actual no es una república: es una gran finca estatal, donde el poder se reserva el derecho de alimentar, vestir y dirigir la vida de cada habitante como si fuera ganado. El control no es solo físico, sino mental. Si el pueblo no se indigna es porque el adoctrinamiento ha hecho su trabajo. Si acepta la migaja es porque le enseñaron que reclamar el pan completo es “contrarrevolucionario”.
Y así, entre comparecencias televisivas, falsos triunfos, excusas sin sentido y raciones humillantes, la élite que gobierna se aferra al poder. No para servir, sino para seguir administrando el corral.
Mientras tanto, el pueblo cubano sigue esperando. Y comiendo, cuando se puede, lo que le permitan, de lo contrario, abundantes desperdicios hay en los tanques de basura.